La ciudad de los niños perdidos.

Cuento sobre esta nota:

Hoy vino un borde de mierda a pedir una cerveza. Llevaba la parte de arriba de un chandal que me resultaba familiar. Era un minoneta rojo y blanco. Le pregunté por el chandal y me respondio que no tenía ni idea ni le importaba. Dejé de sonreírle las gracias y me mostré tan seco como pude. A veces pienso que hay prendas de ropa que algunas personas no se merecen llevarlas puestas.
Vino aquel grupo de chicas tan majas y como estaban solo ellas les puse todo lo que pidieron, incluyendo el chuchuá. Aparecieron un grupo de cuarentones a ver si podían frotarse con ellas, y ellas muy listas les hicieron bailar el chuchuá y verles hacer un poco el ridículo. Ellos se choteaban y se animaban entre ellos, pero desde detrás de la barra hicieron mucho el ridículo. Total, que ellas se marcharon y ellos se fueron con ellas.

A las dos horas volvieron ellas.

El grupo de cuarentones no.
 

"No sabía soñar, jamás pudo tener un solo sueño, no es posible imaginar con que rapidez envejecía, pues era el más infeliz de la tierra". 

La ciudad de los niños perdidos.


Los hay que entran sin saludar, reclaman una copa y se quedan mirando para la barra hasta que toman la decisión de irse, cogen sus cosas y enfilan hacia la salida sin haber cruzado una palabra con nadie.
Los viernes suelen ser los días de los niños perdidos.
El de hoy ha reclamado -porque no solicitan, ni ruegan, ni piden- una mil nueve y la ha servido en una copa. Soltó dos monosílabos para pagar. La cerveza espumeaba por la mitad de la copa, y la otra mitad estaba en la botella. Ha mirado hacia ningún lugar el tiempo suficiente para observar que llevaba zapatillas deportivas blancas muy gastadas de Adidas, y un chándal antiguo, un Minoneta de color rojo y blanco.
Entran como niños perdidos con exceso de edad. Como teletubbies tardoadolescentes con canas que van a un bar a contar con pesar por qué el sol ha dejado de sonreírles y ahora les eructa. Que no hay derecho, que qué mal está todo.
-Es un buen chándal. Mi padre creo que tenía uno igual. ¿Es reliquia familiar?
-Ni puta idea.
A bocajarro.
La cortesía dura poco en momentos así.
A veces pienso que hay prendas de ropa no están hechas para algunas personas.
Llega el grupo de mujeres profesoras de instituto de secundaria. Frecuentan los viernes como lugar de reunión tras una dura semana. Son agradables y bailan y ríen, que para un viernes de niños perdidos es mucho más de lo que podemos pedir.
Hay viernes en los que no viene nadie.
Hay viernes en los que entra una persona y pregunta si hay tabaco. Y respondemos siempre que no, que máquina hace años que no tenemos, pero el anterior bar sí tiene.
Hay viernes en los que hacemos tiempo haciendo inventario una vez tras otra.
Hay viernes en los que hacemos tiempo limpiando los estantes y las botellas y las neveras y los vasos una y otra vez.
Pero este viernes el grupo agradables de mujeres profesoras de adolescentes han pedido un par de cócteles, una cerveza, un agua con gas y dos cubatas.
Y una canción.
La que lleva la voz cantante lleva mirándome por el rabillo del ojo desde que me observó entrar en la garita a poner canciones.
No. No quiere nada conmigo. Lo que quiere es que le ponga una canción.
La gente que sabe salir de farra conoce la primera ley de supervivencia que obliga a hacerse colega del que sirve y del que pone la música. Reconocer esa relación profesional -que algunos insisten en mitificar hasta llevarla al romanticismo pornográfico más absurdo- es básico para moverse en la noche.
-El chuchuá. Por favor. Por favor te lo pido.
Hace un barrido a su alrededor para señalarme que no hay nadie, y que por poner una canción infantil no pasaría nada.
-Venga.
Y saltan y ríen y bailan y gesticulan los movimientos de la canción infantil mientras ríen y bailan y cantan.
Un hombre pasa de largo por la puerta. El segundo echa un vistazo rápido y parece que se va, pero frena en seco para volver sobre sus pasos y quedarse con el tercero mirando el interior del bar en donde un grupo de mujeres en edad de procrear están haciendo movimientos obscenos.
Un cuarto y un quinto se ponen detrás de los dos que siguen observando hipnotizados los movimientos de mujeres en edad de procrear, y el primero, el que pobre desgraciado que pasó de largo la llamada de lo salvaje apenas puede mirar entre el cuarteto de machos que están congestionando la única salida de emergencia que el bar tiene y, por tanto, su única salvación de morir asfixiado.
O quemado.
O intoxicado.
O aburrido.
Los cinco entran en dirección a la barra con sus piernas, pero con la mirada puesta en el grupo de mujeres en edad de procrear.
El primero, el que hizo caso omiso a la llamada de lo salvaje entran contoneándose -ejem- al ritmo -ejem- de la música.
Las mujeres en edad de procrear, las mujeres profesoras de instituto de secundaria, pasan.
La que lleva la voz cantante vuelve a colocarse en primera línea frente al mármol de la barra. Apoya sus antebrazos sobre ésta, dejando el pecho y el escote sobre la parte superior. Sus pechos sobresalen.
Ya se ha liado.
La esclerótica de los ojos cumple muchas funciones. Permite ver en qué dirección vemos. Es un indicador.
Determinar algo nos permite tener el control de nuestras vidas.
Lo que nos hace perder la cabeza es el desconocimiento. Lo desconocido nos asusta. Nos crea indefensión.
La mujer que me pide otra canción infantil mientras sonríe cerrando los ojos porque se lo está pasando como nunca ignora que por el rabillo del ojo los cinco niños perdidos están hiperventilando a escasos dos metros a su izquierda.
- ¿Puedes ponerme el cumpleaños feliz de Parchís?
-Por supuesto.
Entro en la garita. Laura se dirige al grupo de niños perdidos. Salgo.
- ¿Qué pidieron? ¿Necesitas ayuda?
-Cinco ginebras. Solo sácame una de hielo, porfa.
Laura llena los vasos a la velocidad del rayo.
Se han amontonado unos con otros como si fueran ejemplares de grandes primates haciéndole el corrillo a un plátano.
-Mamaiña, cómo están estos.
Laura se ha dado cuenta del espectáculo.
Apoyados sobre las neveras y de brazos cruzados observamos el percal.
Los grandes primates han comenzado a acercarse a las espaldas de las mujeres en edad de procrear. No hablan. Solo bailan pegados a sus espaldas.
Levanto una ceja como si no lo entendiera. Porque de verdad que no lo entiendo.
Cada dos o tres canciones la mujer que sonríe se acerca a la barra a pedir canciones y copas indistintamente. El grupo de grandes primates la siguen como en un peregrinaje en el que regalasen hormonas.
La danza llama y lo salvaje no parece cuadrar.
Las mujeres profesoras de instituto de secundaria apenas se giran, y sus sonrisas son más una cuestión de estado que una invitación. No, no habrá cita, ni volante, ni certificado de expedición al lecho.
El grupo de primates siguen bailando -ejem- en las espaldas de ellas.
Se me escapa una carcajada. Laura ha empezado a descojonarse.
La mujer que sonríe nos dedica una mirada cómplice. Se acerca a la barra.
-Por favor, con lo bien que estábamos sin nadie.
-Cierto.
Cogen sus abrigos y chaquetas y bolsos y alzan manos y brazos para despedirse de nosotros y se van. El grupo de primates las siguen, en su particular peregrinaje.
El bar queda en silencio, roto por la música. En el extremo derecha sigue el fulano del chándal. No se ha movido. Y la mitad de la cerveza sigue en la copa, y la otra mitad en la botella. Mirando al infinito.
A la media hora se va. Sin decir adiós.
Dejo la copa y la botella en la barra pensando que, quizás, se habrá marchado afuera, a fumar.
A las dos horas aparecen de nuevo el grupo de mujeres profesoras de instituto de secundaria. Y la mujer que sonríe y pide canciones infantiles para bailar y cantar y reír tiene los mofletes sonrosados. Y apoya los antebrazos y los pechos se le marcan.
Pero no hay nadie en el resto del bar que dé golpecitos en el mármol de la barra, ni haga ruiditos guturales ni pronuncie comentarios sexuales.
Solo el silencio roto por la petición de una canción nueva. Esta no es infantil.
Ahora pueden bailar a gusto.
Al cerrar el bar, mientras limpiábamos, recogí la copa medio llena y la botella que el fulano del chándal dejó. No regresó.

Supongo que se fue a por tabaco.

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