Dibujar con ceras.

 Cuento sobre la siguiente nota:

La señora mayor que se puso a mearse encima en el anterior pub llegó al nuestro pidiendo una milnueve y un chupito de tequila blanco. Antes de pedirla me preguntó si estaba autorizado a servirme. No entendí aquella pregunta porque no sabía que minutos antes la habían echado por mearse encima delante de la barra mientras el resto de la gente se quedaba ojiplática viendo aquel reguero que salía de aquella mujer, así que le dije que sí, y ella me llamó guapo. Acabó tan borracha que dejé de servirle chupitos de tequila blanco. La cerveza ni la había tocado. Parecía una mujer muy solitaria, porque cada vez que me acercaba trataba de contarme algo de su vida sin yo apenas abrir la boca. Pero de su boca solo salían balbuceos, y después de cada chupito apenas salían consonantes sueltas casi sin acabar. Cuando salió tropezó con las escaleras y cayó de bruces contra el suelo de la acera. La gente que estaba en la puerta bebiendo y hablando se acercó a ayudarla. Una de las del escuadrón suicida se acercó porque la conocía. La mujer no paraba de decirle que la quería mucho. V decía que sí, que estuviese tranquila, que tenía que irse a casa. Cuando les ofrecí ayuda me dijeron que estaba muy sola, y que por eso bebía tanto.

 Los paseantes urbanos de Georg Simmel se hicieron famosos por su actitud de hastío. Y, sin embargo, no llevaban un móvil con manos libres. Al igual que nosotros ahora, aunque fuesen ávidos espectadores de las tragedias de las calles, visitaban ese teatro sin unirse a su compañía. Tomaban distancia frente a lo que veían y observaban. Aunque para ellos guardar la distancia con el escenario en que se desarrollaba el drama no era una cuestión tan simple: la proximidad física podía ser fácilmente confundida con su equivalente espiritual. Erving Goffman intentó componer un inventario de estratagemas de "desatención civil": esa multitud de gestos y movimientos corporales impalpables, nimios pero complejos a los que todos recurrimos de manera natural siempre que nos encontramos entre extraños y que muestran nuestra intención de permanecer aislados, de no implicarnos y de no necesitar compañía ni que nos den consejos. Zygmunt Bauman. Exclusión Social y Multiculturalismo. Claves de razón práctica, nº 137.


Estaba mareada porque había bebido hasta mearse encima delante de todo un público de un bar una noche de sábado.

Tenía sesenta y muchos y el pelo rubio se le pegaba a la frente. El carmín ya hacía rato que se desbordó de la línea. Como los dibujos de cuando eras pequeño.

Te decían que no te pasases de la línea del contorno. Así el perrito, el gatito, el delfín, la vaquita, se representarían mejor. Por eso de pequeño no sobrepasaba la línea del contorno.

Hace tiempo que la mujer que entra casi a trompicones al pub ha pasado el contorno. Y los rayazos de las tizas de cera han dejado de parecer algo enternecedor. Porque parecen pinchos, lanzas que se clavan a la mano cuando la acercas al fuego.

Hace tiempo que mis lanzas y mis pinchos han dejado de quemar y solo dan algo de lástima en el mejor de los casos. Por eso no puedo evitar bajar la mirada y pensar en lo peor cuando la mujer se sienta con dificultad en el taburete de la barra.

- ¿Puedes servirme?

- ¿Perdón?

-Pu… Puedes… Espera.

Se ríe entre dientes mientras una cacha se le resbala del taburete.

- ¿Puedes servirme?

-Claro. Dígame, ¿qué quiere que le ponga?

-Ay…

Suspira. Enternece los ojos, y coloca los codos sobre la barra y se lleva las palmas de las manos a la mandíbula.

- ¡Guapo!

-Gracias, señora. ¿Qué le apetece hoy?

- ¿Puedes servirme una milnueve?

-Claro.

Repaso mientras bajo la mirada hacia las neveras. Las neveras de las barras de un bar sirven para la reflexión. Son como las colas del súper, o los bancos de un aeropuerto. Pequeños no lugares en donde ordenar pensamientos.

Los móviles han sustituido esto. Buscamos en ellos evidencias de que, en alguna parte, algo o alguien necesita algo de nosotros.

Me pregunto la razón escondida que tiene esta mujer para solicitar que le sirvan en un bar. No lo supe hasta unas horas después cuando, a punto del colapso, alguien me advirtió de que la habían expulsado del anterior bar por mearse encima.

Como un chorro. Un reguero de pis. Orina como lanzada en baldes. Una lengua de orines con dirección y paso marcial que golpea machaconamente el suelo y aparta los zapatos de un salto como si fueran a tocar lava, o un líquido radioactivo.

Uno se mea consciente y apenas aparta las cosas que está haciendo. Como mearse en la ducha, o en el mar.

Si pintas de rojo el vestido y la tiza se te va, la raya atraviesa el contorno como un disparo de un fusil de precisión. Y el personaje que pintas sangra, o parece que sangra, como deben de sangrar las heridas cuando buscas en el fondo de un vaso de cóctel algo, o alguien, que quiere algo de ti mismo.

- ¿Tienes tequila blanco? Me encanta el tequila blanco.

Entorna los ojos cuando me habla. A veces inclina ligeramente la cabeza, pero el peso sigue siendo pesado para la poca estabilidad que soporta. Por momentos parece que se vaya a caer con todo el peso al suelo.

Sirvo chupitos de tequila. Uno, dos, tres, cuatro. La cerveza no la ha tocado.

Me llama para que le sirva, pero no me pide nada una vez la alcanzo. Trata de decirme algo, pero las palabras se pierden.

Al quinto le digo que, quizá, es hora de irse a casa. Me deja el monedero para que le coja lo que me debe. Apenas tiene dinero. Le digo que ya está, todo correcto, que mejor volver a casa a dormirla, que ha sido una gran noche, y que es mejor dejarlo todo cuando se está en lo más alto.

- ¡Guapo!

Balbucea. Se tambalea como un junco en plena tormenta. Cada paso en firme es un terreno ganado en el Risk. Los traspiés se pagan con batallones de artillería.

Cae de frente en la misma salida. Esos escalones algún día nos darán un disgusto. La mujer casi se deja los dientes en el asfalto.

Los que están alrededor de la entrada ven la escena como a cámara lenta. Ojos que se abren a medida que la mujer pierde la verticalidad. Como los noqueados de un combate de boxeo. Con los labios hinchados tras veinte asaltos, y los ojos desviados y los párpados pidiendo unirse, antes del gran rebote contra la lona.

Una de las mujeres del escuadrón suicida, ese grupo de cinco que conocen a mi colega Laura que vienen todos los sábados a dejarse la tráquea bebiendo chupitos y copas de vete a saber qué, se acerca al tumulto que se ha formado. Agarra a la mujer y la llama por su nombre.

Han llamado a una ambulancia.

- ¿Necesitas algo, V? ¿Traigo agua?

-Sí, gracias.

Llevo unas botellas de agua para ella, para la mujer y los dos colegas que la están sujetando por los sobacos para mantenerla despierta.

-Te quiero mucho, V, te adoro, sabes que que que sabes que yo te quiero verdad a que sí V ververvverdad eh?

V me mira como cruzándome la carne y los huesos.

-La conozco. Está muy sola. Por eso bebe.

-No debí servirle nada. No lo sabía. Lo siento. No parecía muy perjudicada cuando entró.

-No te preocupes, no es cosa tuya. A veces la veo por ahí, totalmente ida. ¿Sabes que la echaron del local de al lado? Se meó encima. Delante de todo el mundo. Un cristo.

 

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