Cenizas a las cenizas. Polvo al polvo.

Quinto duelo de concetos.

Esta vez he de relacionar el CERN, Caperucita Roja y la Santa Compaña.

Pero me ha salido un pequeño cuento.

Ana Amado




-No crea que en estas instalaciones dedicamos nuestra existencia solo a buscar la verdad del universo. También hay hasta una cafetería. Y las pizzas vienen del Domino's.

La mujer se lleva la mano a la boca al reír. El hombre calvo con gafitas de ratón ríe también.

-Entiendo. Ha hecho usted sus deberes.

El hombre calvo con gafitas de ratón asiente.

-Es de obligado cumplimiento. Cuando recibimos su solicitud todo el departamento de recursos humanos corrió despavorido a mi despacho. He tenido que bucear en entrevistas y textos que pensaba olvidados para encontrar su estancia lo más cómoda posible. Nos honra con su presencia.

-Gracias. Pero no creo que sea para tanto.

-De verdad se lo digo. Desde su logro todo se ha puesto patas arriba.

-Y eso que han pasado siete años ya.

-Siete años y todavía estamos empezando a comprenderlo

-Siete largos años.

-Sepa usted que esta entrevista, como puede suponer, era un mero acto protocolario. Si acepta las condiciones del contrato está dentro. Pero lo que queríamos...

-Ya.

-Lo que queríamos saber es qué intereses tiene en este nuevo proyecto. Si no es indiscreción. Por supuesto, no tiene que responder ahor...

-No, no, claro que no. Faltaría más.

La mujer joven con blazer rojo carmín y pantalones ceñidos de vinilo negro, que calza un 36 en unos largos y afilados tacones con suela blanca, cambia de pierna y se endereza. Ha olvidado ya aquella fiesta universitaria en la que todo se transformó en un aquelarre de alcohol y pizza acabó por sentar las bases de lo que se convirtió aquel 2023 en el que parecía que todo el planeta estallaría. Aunque cada día que pasa rememora la vomitona de su colega de piso en el fregadero de la cocina y los chorretones marrones que fue dejando por el pasillo hasta dar con su cama, o los trozos de pizza de carne de cerdo que nadaban en el fondo de su pecera. O los botellines de cerveza que, por cosas de la vida y del caos, y en medio de aquel estercolero que parecía una trinchera en Bastogne después de la batalla de Las Ardenas, estaban perfectamente apilados formando una pirámide.

-Quisiera encontrar la muerte.

- ¿Perdón?

-Qui..., quisiera encontrar la muerte. Los mecanismos de ver la muerte. Ese estado de preconcepción que sucede segundos antes de perder la vida.

-Entiendo.

El hombre calvo se ajusta las gafas de ratón hasta que parecen demasiado pequeñas.

- ¿Y cree que aquí encontrará lo que busca?

La mujer vuelve a colocar la pierna. Esta vez deja las dos en el suelo. Nunca le gustó cruzarlas demasiado tiempo, porque acababa siempre por molestarle las rodillas. Mucho campo cruzado con su padre, aprendiendo las labores de un cazador, poniéndose de cuclillas para entender el significado de cada pisada en el suelo y saber, por ejemplo, si había un animal herido, si comía bien, o sus movimientos eran erráticos y perdidos.

-No lo sé, si le soy sincera.

-Ya.

El hombre calvo, pese a la respuesta, no muestra decepción ni desilusión. Más bien al contrario.

-Entiendo que una no viene a un lugar así con ideas fijas. Y, en mi caso, nunca las tuve.

-Lo sé. Y lo comprendo -el hombre calvo ríe y entorna los ojos- y tiene usted razón. Qué pregunta más tonta. Permítame que me disculpe. 

-No hace falta. Entiendo su curiosidad. 

-Sí, pero insisto. No es de recibo sorprenderse por cosas así en un lugar como este. Aquí todo el mundo duda de todo.

-Ya.

-Descartes se volvería loco, ya me entiende.

Los dos ríen como niños con un chiste sobre pedos, en la inmensidad de una sala con ventanales de varios metros de altura y centímetros de grosor, entre batas blancas y mesas blancas y sillas blancas.

-¿Puedo preguntarle una cosa? Como curiosidad personal, y espero que no le moleste. Por supuesto que no tiene que responder si no quiere, y no sienta que tiene que hacerlo por educación.

-Dispare.

- ¿Es cierto lo de su madre? ¿Quiero decir, fue por eso?

-Sí.

-Vaya.

De pequeña su madre le ponía películas de animación en su portátil. Un día le contó que había historias que podían ser ciertas y otras que no. Y que dependía de su buen juicio saber distinguirlas. Porque el mundo está lleno de ideas que se contradicen y se niegan y que, sin embargo, presentan la misma validez. Ella, pequeña, y con las pecas sonrosadas, se alteraba. ¿Cómo podía ser eso así? No lo sabía. Y nunca lo sabría, incluso después de aquella fiesta en la que logró entender algo que va más allá de la comprensión de cualquier mortal. Y lo hizo entendiendo la muerte de su madre como algo bello pero, a la vez, algo terriblemente doloroso y cruel. No hay día que no piense en las razones que le llevaron a aquella zona apartada de la carretera. No hay día que no piense en las razones que llevaron a su madre a ponerse delante.

Aún hoy se emociona al comprender que lo que de verdad existió en todo aquello era amor. Y lo supo, tras doce cervezas, seis trozos de pizza de carne de cerdo, chipotles y extra de queso y cuatro cubatas de whisky con zumo de naranja y azúcar moreno. El día del entierro el de la funeraria, un hombre muy grande de un joven de apenas veinte años que tenía voz de pito le dio una urna con los restos de su madre. Ella la miró y la metió en una cajita cuadrada en la que su madre metía todos los pendrives en los que metía libros y películas para guardar. Y mientras se adentraba en el bosque, en dirección a su casa, los árboles la golpeaban como acariciándola, y las hojas y las escamas secas de los robles y los castaños se caían en la cubierta de la caja, dejándole pequeños trozos de erizos y cortezas de madera.

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