Mentiras y verdades.

 

Ana Amado

Tres ideas: Spanish Village de Eugene Smith, Porgy and Bess de Gershwin y el caldo gallego.

No sé por dónde empezar.

Quizá por Punset.

Fue nada más pisar Lalín por segunda vez. Era el nuevo fotógrafo suplente de una delegación que me había visto teclear en un periodo de prácticas. Oli llegó a creer en mis posibilidades lo suficiente como para darme la sección entera y no destruirla en dos meses. Se había ido -la movieron de sitio- Lorena a Vigo, y la pérdida fue tal que aquellos viejos reporteros y reporteras estuvieron con una sombra en la frente durante, al menos, dos semanas. Recuerdo aquellas cervezas de despedida. Hubo cambios y despidos. Vi llorar a gente que se quedaba en la calle. Yo sabía que darían la patada en dos meses, así que no pestañeé. Es fácil no inmutarse cuando sabes que tu sino es estar siempre con la mierda a punto de caerte del culo. Pero aprendí a la fuerza cómo los monstruos grandes se las gastan. Mentiría si dijese que fue en aquel momento cuando entendí algunos de los libros que había leído en la universidad. 

En la festa do cocido, el pregonero invitado fue Punset. Lejos de amilanarse, su interpretación de nuevo mesías de la ciencia fácil fue espectacular. Todos recuerdan la imagen que el hombre, a sus años, quiso mostrar cuando le preguntaron qué significaba para él el cocido. El caldo gallego, dijo, esa sopa es como la sopa primordial. En ese líquido está todo, están todos los ingredientes reunidos, como la materia apiñada que dio origen al Big Bang.

Y desde entonces, esa imagen comparativa del caldo y la sopa primordial no se me quita, como no se me quitan todos esos años que trabajé en aquella delegación. 

Hice un papel. Sí, hice un papel y me gustaba. Me gustaba ser el fotógrafo de los de La Voz, que la gente decía con un halo entre desconfiado y prudente. En la boca de todos estaba que las conversaciones estaban dentro o fuera. Con toda la confianza del mundo. Te veían tomando una caña y si te invitaban a otra y se ponían a hablar contigo, la pregunta caía tan obvia como la gravedad.

- ¿No estarás grabando esto, no?

Y yo siempre decía que eso era cosa de los plumillas. Que a los fotógrafos nos pagaban por apretar un botón. Y se reían y se relajaban a medias.

Luego yo iba a cantarle todo a la gente de la delegación. Que por lo general no era nada. O casi nada. O casi.

Pero me gustaba ese papel. Me gustaba. Creía que lo que hacía servía para algo. Pese al poco dinero y las escasas opciones de mejorar. Me gustaba.

Creo que hice un buen papel. Porque me enseñó lo que era eso de actuar. Me lo dijo Pablo después de una entrevista. Estuvo escuchándome toda la hora. Fue estando en prácticas. Sin querer, había llamado al entrenador del primer equipo de balonmano de Lalín y el fulano, sin ningún tipo de palabras vacías, me estaba espetando que lo acababan de despedir. Le hice gestos a Pablo y luego en un papel le escribía lo que estaba contándome el otro por el teléfono. Fue lo más parecido a Woodward y Bernstein que tuve en mi vida. Y con señas, Pablo, me dijo:

-Tranquilízate. No le interrumpas. Déjale hablar. Suelta las palabras exactas para que él piense que tú sabes más de lo que sabes.

Una lección de periodismo en un cuarto de hora, que me tuvo una semana entera haciendo reportes diarios de cómo estaba la situación. La competencia tardó tres días en contar lo mismo. Una batalla entre becarios que ganaba. Y lo sé, una nadería. Pero se me llenan de lágrimas los ojos al escribir esto. Es de los pocos recuerdos en los que sentí que valía para algo. Y al acabar la jornada, mis compañeros de trabajo me felicitaron. Y yo sentí que lo decían de verdad.

La verdad. Eso de buscar la verdad es la primera batallita falaz que te meten en la cabeza, que suele solucionarse con un curso acelerado de filosofía básica acompañado de unas cuantas cervezas. Los fotógrafos lo sabemos bien. La vida es edición, y recortar su verbo básico. La verdad es demasiado amplia, ambigua e inconmensurable como para siquiera abordarla.

Por eso Eugene Smith hizo lo que hizo en el pueblo de Deleitosa. Le dijo a una familia que sacase a su niña con el traje de la comunión, mientras los niños sin harapos la rodearían. Por eso puso al trío de guardias mirando al sol, para endurecer su mirada. Falseaba para contar una verdad. 

En V de Vendetta los protagonistas se afirman en esta idea. Contar una verdad a través de una mentira. De una interpretación. Lo hacemos a diario. En este periodo de pruebas de un futuro apocalipsis zombi al que llamamos vida cotidiana, lo de contarnos batallitas de dudosa procedencia para reafirmar una gran verdad está a la orden del día. Aquella España existía, y aquella pobreza, y aquella desidia. Todo eso lo teníamos.

No sabemos decir la verdad por su basta amplitud, pero sí sabemos lo que es la mentira. Las obras que quieren ser verdad son denominadas no ficción porque su contrario sí lo tenemos definido. Es curioso. Creemos que sabemos lo que somos y, en base a ello, encontramos su contrario, su lado malo. Somo capaces de patologizar conductas porque entendemos que eso está mal, y lo hacemos en base a lo que sabemos que está bien. Pero el bien es difuso y en constante cambio y, al final, decimos que es inabarcable. Nuestros males son un contrario de una representación de un bien incomprensible.

Por eso nos contamos cuentos. Desde el inicio de los tiempos nos contamos cuentos.

Por eso Porgy and Bess es considerada parte de la historia de los derechos civiles de los USA. Gershwin quería que todo el reparto fueran negros. Negros de verdad. Negros con su orgullo y su negritud bien alta. Y eso fue lo revolucionario.

Tan importante es controlar el relato como quienes lo cuentan.

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