El día que empezó la pandemia yo formulaba jabón.


Como hoy es el día del libro y los libros cuentan historias, los que nos dedicamos a ello bien podríamos echar un cable haciendo lo propio. Aquí mi pequeño homenaje. La mejor historia de mi vida está en casa.

El día que empezó la pandemia yo formulaba un jabón. Mientras las personas buscaban a la desesperada rollos de papel higiénico en los supermercados, mi colega, la jefa de compras me preguntaba por camiones llenos de alcohol.
Formulo cosmética y ahora ayudo en la búsqueda de proveedores por todo el país.
Todo está donde no debería, y lo que debería o no está o tiene que esperar. Ahora busco antisépticos. Cambio las formulaciones de geles. Toda una fábrica improvisando sobre la marcha.
Recuerdo el 14 de marzo porque coloqué un SAS en casa.
Mi jefe me cuenta que un proveedor le dice que un camión lo pararon en la frontera alemana. Que se lo han quedado. No sabe si es una milonga o es real. Lo que es real es que un día te dan pedido para cuatro semanas. Al día siguiente para dos meses y al otro más desaparecen. Hay proveedores que dan el producto como en una subasta, como si estuviéramos en una lonja. La jefa de ventas me pide contactos de confianza porque son los que responden. Acudimos a relaciones personales para conseguir materias primas. Es curioso, pero se está fabricando producto indispensable gracias a la amistad.
Recuerdo el lunes 13 de abril por ser el día en que las personas usaron los no lugares del edificio para poner mensajes de odio. No he tenido a nadie protestando en el ascensor del edificio. Pero veo que algunos colegas sí. Estuve toda la mañana dándole vueltas a eso. Mientras repostaba gasolina pensaba en qué les diría si me pasara lo mismo. Panda de gilipollas, si no fuera por toda esa gente que trabaja en los hospitales o en los supermercados no comerían ni sanarían. Eso pasa cuando la gasolina está barata. Se ve que algunas personas también.
Bajo al coche de camino al laboratorio y un pintor está en trabajando en un bar. Lleva la mascarilla en el mentón. Cuando paso a su lado se la coloca en la boca. En la esquina de mi edificio hay un centro médico. Todas las mañanas veo la cola de personas que esperan su turno hasta llegar al cruce. Me aparto tanto que voy por el medio de la carretera, pero no vienen coches. Voy cargada con un bolso y el portátil. Cada uno refriega sus manos con la dosis de gel que les da una enfermera en la puerta. Se frotan las manos mientras me miran al pasar. Están todos serios. Pasan los camiones rociando hipoclorito por las calles. Es asfalto llora ahora porque lo están limpiando.
Me llamo Caridad como mi madre. Entre familiares que discuten por un posible nombre, a mi madre le entró la ira y me puso el suyo. Caridad es nombre de rabia.
Vivo en un piso que no acepta a cantantes. Las paredes reverberan y cualquier intensidad te hace parecer que estés gritando. No es una cuestión de contrato. Hoy me he puesto ropa recién planchada. La suavidad del tejido sin apenas rasgar me relaja. Como me relaja aparcar sin maniobrar, como en las películas americanas. Como si hubiera sitio para todo el mundo. Me doy cuenta de cosas que antes pasaba por alto. La rutina sube al nivel de epopeya. Odio planchar, pero cuando mi chico lo hace -que lo hace muy de vez en cuando- me encanta el tacto de la ropa recién planchada. Como el irte a dormir con las sábanas recién cambiadas. Como el olor a café por las mañanas. La ciudad se silencia y se oyen pájaros por primera vez. Están menos estresados, no tenían que gritar. El ruido desaparece. Desde la ventana se ven, pero antes no se oía. Ahora diferencio gaviotas de palomas y de charranes y de cormoranes. Es un piso pequeño, las ventanas dan a dos patios de luces. La iglesia que veo en el patio de luces tiene el tejado lleno de hierbas. Veo las coladas y me alegra cuando son de colores.
Recordaremos esta época. De cuando fuimos epidemiólogos y sabíamos lo que eran las polimerasas. Filósofos de balcón. Capitanes a posteriori y toda esa parafernalia. Pero elogiemos ahora a algunos seres buenos. En el año que vivimos peligrosamente en los balcones no todo fue hojarasca. Puede que no nos salvase Chuck Norris y su patada voladora. Fue irse Tony Stark y nos las vimos con una pandemia. Perdimos a nuestros seres más queridos y ni siquiera pudimos despedirnos de ellos. Y lo hicimos solos. Solas. Por eso creo que iremos de nuevo a tocar el mundo como si fuera nuevo, como dice Martín Caparrós. Buscaremos aquellos pueblos donde la gente fue buena y eso será el nuevo turismo. Haremos del costumbrismo de Dorothy Parker, de Lucia Berlin, de John Steinbeck, de Leila Guerriero, de Hayao Miyazaki algo de todos los días. Algo nuestro. Creo que era Frida Kahlo quien decía que, en épocas difíciles, toda muestra de amor es un acto de rebeldía. Y creo que con el tiempo seremos muy rebeldes.
Lo que el tiempo diluye, la historia lo condensará. Seguiremos cantando la letra de Carlos Toro, hijo de un luchador, que dice aquello de resistiré. Y haremos como los camioneros, las médicas, los enfermeros y las cocineras. Cuidaremos de todo y de todos y de todas, hasta el más mínimo detalle.
Mi chico ha escrito una cosa en su libreta y me ha dejado leerla. Empieza diciendo que “si ellos se ponen el uniforme y vienen, nosotros estamos obligados a decir gracias” y yo sonrío.
Seguiremos viviendo como si todo fuera posible y nada se pareciera a nada. Como el Runciter de Ubik. Como el Segismundo de La vida es sueño.
Yo sueño que estoy aquí
destas prisiones cargado,
y soñé que en otro estado
más lisonjero me vi.
¿Qué es la vida? Un frenesí.
¿Qué es la vida? Una ilusión,
una sombra, una ficción,
y el mayor bien es pequeño:
que toda la vida es sueño,
y los sueños, sueños son.

Tengo que acabar de alguna manera este texto. Sí. Cuarentena, pandemia, balcones. Todas estuvimos allí.

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