Venga, va.

Siempre creí que lo de perder la lengua de vez en cuando era algo pasajero. Que, vamos, tienes un pequeño percance, -te cagas en la madre de alguien, gritas algo que importuna, te equivocas de término y en tus palabras sale un cagarro bien grande- y la cosa se queda en un par de represalias y, en el peor de los casos, un bofetón bien encajado.
Pensaba aprovechar la coña del año nuevo para darle más vidilla a esto y hacer del blog una marca personal, tal y como me habían enseñado hace ya tres años en aquél máster de periodismo. Además, hace poco, una colega, la Debo, ha conseguido alcanzar el nirvana precisamente haciendo eso. Y me vine arriba y me dije: yo también puedo.
Pero es inevitable no hablar de la mierda diaria que nos empapa. No quiero entrar en detalles, porque lo que han hecho con los dibujantes de Charlie Hebdo me parece una animalada. Quizá por eso tenga el deber de darle vidilla a esto y a mi lengua, porque no es algo eventual. Es ya un lujo. Para seguir cometiendo errores y me condenen por ello. Que me quede sin un diente, que mis ojos conserven el morado de la falta de sueño y de algún que otro mamporro, que me quede con dos duros en la cartera, que me quede sin trabajo, sin libros, sin cámara de fotos, que me quede sin amigos, sin familia. Que me quede hasta sin novia. Pero que no sea por callarme la boca. Entonces no seré yo, y nada de esto habría merecido la pena.
Así pues, comenzaremos otra vez.

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