Lis, el pintor futbolero.

(c) Rober Amado
Tiene el pelo blanco. Poco. Baila conforme el dictamen mañanero del viento, que se lo pone rebelde. Agarra un cuadro tras otro y lo mete en el maletero de su coche, un Mercedes. Un hombre de mediana edad, con traje oscuro, delgado, observa la escena con cierto desdén. Pero Lis, absorto con sus obras como está, no dudaría de la existencia de, siquiera, un ladrón de cuadros impresionistas. Al rato, relaja los hombros y mira al frente. Por encima del techo plateado del coche se puede ver toda la calle Real ferrolana. Cierra el maletero y cruza la puerta del Casino. Mientras sube las escaleras de mármol que dan al piso superior, en donde estaban expuestas sus obras, llaman al teléfono. No contesta.

-Por el número parecen los de alguna empresa de telefonía. No suelo cogerlos. No por nada en especial. Me ofrecen cosas que yo no entiendo. Me dicen que si quiero tarifas de datos de no sé qué, de si mejoras en esto y lo otro. Y yo les respondo, ¡pero si no sé ni enviar un mensaje!- Dejó el fútbol joven, a los veintiocho. Estaba desprotegido, cuenta.

-El último fue en el Lleida. Me deben, desde entonces, sesenta y cinco mil de las antiguas pesetas. No es como ahora. Antes, si el contrato que firmabas estaba apoyado en un club sin fondos, pues nada. A veces, para que no molestases, te iban dando cincuenta pesetas, pero al final te aburrías. Fichabas por otro club, y esa deuda quedaba cancelada.

Se sienta en una de las butacas de madera y apoya los antebrazos sobre la mesa. Se acerca un camarero y pide un café con leche. Se sirve de uno de los sobrecitos de azúcar y lo vierte sobre la taza, al tiempo que observa el entorno.

-La verdad es que, yo no digo que haya un pasado mejor. Hay que actualizarse. Este lugar tiene mala fama, y creo que ganada a pulso. Creo que le ha faltado ganas por mantenerse en el tiempo presente. ¡Y mira que yo no soy muy joven! Pero creo que, gracias a mis  años de experiencia, si salimos tú y yo a tomar algo, por ejemplo, pues podría estar a la altura. He podido mantenerme al tanto de lo que pasa. Incluso con mis propias hijas, hablo de todo. Hay que aprovechar la vida, y decidir con sentido. Hay que renovarse.

Remueve la cucharilla al tiempo que habla. Recuerda al tiempo que remueve la cucharilla. Mantiene la vista directa, y se pierde en pocos circunloquios.

-Me asusta a veces escuchar de profesionales veteranos eso de que antes se jugaba mejor. No había medios, y la vida era otra cosa. Por eso hay que matizar. Mira, yo hacía carreras de velocidad a las nueve de la mañana, justo después de desayunar, cuando tenía veinte, veintiún años. Dime tú si eso era una planificación correcta de un entrenamiento. Creo que se llamaba Juan Ramón, y era el entrenador del Racing en juveniles. El hombre no tenía mal corazón, pero carecía de preparación alguna. Recuerdo que antes de los partidos sólo arengaba. No había táctica por ninguna parte. Nos animaba, pero no sabía decirnos si había que jugar a la contra, o qué teníamos que hacer. Recuerdo, también, que los entrenamientos, en verano, íbamos andando a Mugardos. Eso ahora no pasaría. Eso es lo que ha cambiado el bienestar. Por eso no me gusta mucho ese comentario. Hay que ir cambiando, siempre con sentido común.

Después, yo ya tenía todos los títulos necesarios para entrenar hasta tercera regional. Fui a entrenar en un pequeño pueblo del levante, en donde el campo estaba delimitado por los perales que lo rodeaban. Era un pueblo en donde me contaban que llegaba la fruta primero en todo el país. Recuerdo que hubo mucha gente que hizo dinero con la fruta. Se llama Aitona. Un día me dijo el presi, queremos un equipo para que llegue a primera regional. Y allí me pasaba cuatro días a la semana. A partir de las siete de la tarde, estaba allí. Me integré hablando en catalán, porque me parecía lo correcto. Se esforzaban mucho por hablar castellano, pero les costaba. Así que, poco a poco fui aprendiendo el catalán, y con ello, con trabajo y dedicación, el afecto de la gente. Después de siete años, el campo tenía gradas para unas dos mil personas, con vallas publicitarias y todo.

Yo tenía la mentalidad de trabajador de la empresa, no de jefe. Cuando hacía los contratos, yo preguntaba al jugador, ¿qué quieres? En el Fraga, el presi, que tenía unas bóvedas de ladrillo, me preguntó, ¿cuánto quieres ganar? Y yo le respondí, ¿cuál es el proyecto? Querían permanecer en tercera regional. Les respondí que ese proyecto costaría un millón de pesetas. Con eso yo les aseguraba resultados. Si no cumplía, cobraría como el peor entrenador. Y mira, así estuve veinticinco años. Sin devolver un duro.

Después de aquello vino la escuela de equipos base de Lleida. El jefe, un día se me acercó y me lo propuso. No paraba de decir, tiene que hacer un cambio, tiene que funcionar. Yo veo otras escuelas, como la del Barça, y claro que no podemos tener esa, pero al menos podemos mejorar la nuestra. Al día siguiente nos reunimos con el equipo técnico y lo hablamos, y si gusta bien, y si no, nada. Los entrenadores de los quince equipos eran padres y abuelos de los niños. Antes de empezar, me reuní con el presi y le dije que me dejase ver los entrenamientos. Le dije cosas que no admitían discusión. Veía a niños de ochos años con el balón medicinal, subiéndose al caballito de otros, haciendo abdominales en el suelo, en pleno invierno. Eso no ayuda, porque comprimes el desarrollo. Y de una hora y media de entrenamiento, tocan la pelota los último quince minutos. ¡Y hay que tener la pelota siempre en los pies! Buscamos quince entrenadores en INEF. Había que pagarles. ¿No pagan los padres las clases de tenis a sus hijos? Pero con esto no querían. Es que no tenemos dinero, decían. Pues hay que ir a los padres. Hubo mucho ruido en la reunión. Incluso recuerdo que algunos padres decían, ¡tenéis que pagarnos a nosotros! Se cayeron el cuarenta por ciento. Pero lo hicimos bien. Al acabar la temporada, recuperamos el cuarenta, y ganamos un diez por ciento de niños con respecto al año pasado. Tres años duró aquello. Lo dejé como lo dejó Guardiola. Lo dejas porque la confianza baja el rendimiento. Y eso no es bueno. Aunque no quita que siga teniendo amigos.

Porque, te voy a contar una anécdota de por qué, estando en esa posición es muy importante saber estar y conocer la psicología de la gente con la que trabajas. Recuerdo que, en Aitona, jugábamos para ganar, porque ascendíamos. El equipo contrario tenía dos puntas muy buenos, y lo sabíamos. Preparamos el partido durante toda la semana. Teníamos a un líbero -era la época de Koeman- para que estuviera por detrás. Lax, se llamaba. Durante el partido lo avisé mil veces que se estuviese por detrás, porque se lanzaba hacia delante. Al final, después de un aviso, me gritó que me fuera a tomar por el culo. Y todo el campo lo escuchó. En el descanso, me acerqué a él y le dije en bajito, mantente por detrás. Tranquilo y sereno. La segunda mitad se mantuvo por detrás. Ganamos. El presi me comentó al final del partido que lo hablaríamos. El martes siguiente hubo junta, y lo comentamos. Se lo pregunté delante de todos. Bueno Lax, le dije, ya me he ido. Me pidió disculpas. Yo me tragué el orgullo, y recuperamos la confianza. Y ahí acaba. Lo que quiero decir es que, si yo hubiese actuado de otra forma, salvaría mi ego, pero perdería a un jugador, a los cuatro o cinco que son colegas suyos, porque se cabrearían por la decisión, y el equipo se perdería. Porque la gente tiene mucho ego, y todos creemos que somos indispensables, pero la gente que funciona así no hace equipo.

Recuerdo que, siendo delegado de Roche, de neurología y psiquiatría, de la zona de Lleida, un tal Mayer, delegado de Barcelona, era uno de esos que vivía muy por encima de sus posibilidades, pero quería más dinero, entonces hubo reestructuración. Vino el jefe de sección a decirnos que iba a hablar con todos y cada uno durante toda la semana. Esto fue un lunes. El miércoles me tocó. Me preguntó si cobraba bien. Yo le respondí que sí. Tiene hijos, sí, cuatro. Entonces vive mal, ¿no? Pues no, le dije, yo lo he escogido así. ¿Y cómo ve la empresa? Pues entiendo que se debería redistribuir la riqueza si se hace bien entre los empleados, de la misma manera entendería que si no se hacen beneficios, pues que debe´rian reducir salario o primas. Y entonces me dijo: váyase usted tranquilo, que estará con nosotros muchos años. Y así fue, treinta y cinco años. Por tener mentalidad de trabajador de empresa.

Crecí en la calle San Nicolás, en Esteiro, hasta los doce años, que se murió mi padre. Éramos diez hermanos. Nos llamaban los rubios. Todos futbolistas. De mi padre tengo pocos recuerdos. Era una infancia muy bonita, pero muy dura. Mi madre se puso a trabajar. Se levantaba para coser sacos en Bazán. Estudiaba en un convento y estaba de monaguillo. Jugábamos en la calle, y las porterías eran los portales. Los guardias estaban al tanto de nosotros por si rompíamos algún cristal, y corrían detrás de nosotros para llevarnos al cagarrón. Poco antes de morir mi padre agarré una tuberculosis en los dos pulmones. Y me salvé. Las monjas me conseguían la penicilina. Por eso, si le tengo que agradecer algo es a Dios, a mi familia y a mis jefes.

El rostro de Lis tartamudea por momentos, y un ligero halo brillante parte de sus lacrimales. Hace una pausa, da un pequeño sorbo al café, que apenas humea. Levanta la mirada, observa un cuadro de la pared y prosigue.

La pintura siempre me gustó. La tuve aparcada mucho tiempo, por no podía concentrarme. Cuando dejé de ser entrenador, me influyó mucho mi hijo, que estudió Bellas Artes. Pintaba mucho, pero exponía poco. Mi hijo está en otra liga. Cuando él empezó a pisar fuerte, me moví yo. Estuve exponiendo en varias ciudades españolas. El primer recuerdo que tengo con los pinceles fue en la primera empresa farmacéutica en la que trabajé. Era de un hombre que me decía siempre: léete el periódico del principio al final. Eso te ayudará a poder estar en cualquier tertulia, y poder defenderte hasta de un ministro. Pero después he tenido muchos profesores. ¡Más de doscientos! Desde abril, mayo, hasta octubre, nos íbamos mi hijo y yo a certámenes con el caballete. Allí aprendíamos de todos aquellos pintores. En vez de pintar, miraba.

Lis ha acabado, entre párrafo y párrafo, el café, que desde hace veinte minutos mantiene el resto de espuma de leche en los bordes internos de su taza. Mantiene las manos y el semblante tranquilo aunque, por momentos, note flaqueza en las palabras que tocan recuerdos que emocionan. En el año cincuenta y ocho se creó el juveniles del Racing de Ferrol. De los cien que se presentaron, quedaron diecisiete. Estuvo cuatro temporadas. En la primera jugó dos partidos. Jugaba de extremo izquierda, aunque era diestro, pero era el único que le daba bien con la zurda. Había pocos zurdos. Fue a los quince cuando empezó. Después  al As Pontes. Dos años. Luego al Monforte de Lemos. Después el Lugo. Dos temporadas. Fue bonito, dice, jugamos el ascenso. Tuvo varias novias después de aquello. Una de ellas era el Valencia, pero decidió volver al Racing de Ferrol. Después al Granada, y de ahí al Lleida. Y acabó, para ser entrenador, y empezar esta historia.

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