Cero negativo, donante universal. La larga marcha de los donantes de sangre en la tragedia del Alvia en Angrois, Santiago de Compostela.



A las 23.30 el Hospital Clínico de Santiago de Compostela parecía un hervidero de pequeñas cabecitas con sombra negra. En el vestíbulo apenas una veintena de personas, incluyendo un cámara de televisión y una periodista. Al rato, en el pasillo principal que da al ala de emergencias, dos médicos cargaban con un trasto que parecía pesarles. Otro se encontró con ellos a medio camino.
-Y el desfibrilador?
-Aquí, aquí.
Uno de los muchos médicos que iban y venían, se acercó a la entrada. La gente se agolpaba en torno a ellos para saber dónde tenían que donar sangre. Explicaban una y otra vez, se juntaban dos docenas de personas, se iban, y al rato venían otro tanto, y así la misma operación. Los mandaban al Centro de Transfusión de Galicia.
-Pero a cuánto está de aquí?
-Andando, unos diez minutos, no tiene pérdida.
-Pero, entonces, esta gente que entra? Está para donar?
-No, son familiares de las víctimas.
Un escalofrío corrió por el cuerpo de todos los que rodeaban al médico. Impasibles, dieron media vuelta, y se fueron.
Se me acercó un chico. Dubitativo.
-Oye, eres de prensa?
-Sí
-Sabes algo?
-Pues no mucho, la verdad. Por la radio, de camino, decían que había unos cincuenta fallecidos, y ciento y pico dañados leves, y unos diez sin identificar, por lesiones graves. Y hace poco ponía en twitter que necesitaban sangre de todo tipo, aunque preferían la cero negativo.
-Vaya, pues ya sabes más que yo. Oye, tío, gracias.
-No, gracias a ti, por estar aquí.
-Se hace lo que se puede.

En el aparcamiento del Hospital Clínico, el vigilante de seguridad cogía los recibos y los metía él en la máquina, para facilitar la salida de los coches. Cuando me tocó a mí, le grité que gracias, que no está de más echar una mano en días como hoy. Él me respondió que era así todos los días del año. Que hoy no cerraban. Eran las 00.17

Al centro de transfusión se accedía por una cuesta empinada, llena de coches y gente que silueteaba conforme avanzaban el paso frente a las pocas farolas que iluminaban. Las luces de los móviles encendían las caras, aunque todas parecían tristes y apesadumbradas. Muchos de los trajes de fiesta que llevaban los universitarios contrastaban con el ambiente. Pocos comentarios alegres. Una chica se afanaba al chal que llevaba. El chico que estaba al lado, compartía tabaco.



Subí a uno de los buses de donantes. Nadie puso pegas para sacar una foto. Una de las enfermeras me dijo que no sacase la foto en el preciso instante en el que ponía una vía en el brazo. No me interesaba eso, respondí. Es una lástima que nos pongamos todos tan serios y tan profesionales en momentos como éste, añadió. La chica que donaba nos miró a los dos, dio un sorbo a un refresco que le habían dado, y dijo:

-Al menos sácame mi lado bueno.
Nos reímos los tres. La enfermera me miró a los ojos. Me preguntó si era donante. Le enseñé el carné. Soy de los veteranos, respondí. Entonces ánimo. Y se fue a la parte trasera del bus, a recoger más material.
Una chica salió del bus y se sentó en la pared del edificio. Escasos tres metros de pasos tensos, dejó caer el cuerpo como una piedra. Observó que tenía una cámara. Me señaló que no quería aparecer en la foto. Luego se echó a llorar.



La multitud seguía creciendo. La policía mantenía el flujo de indicaciones para los donantes. Los veteranos en el primer bus, los nuevos en el segundo, los cero negativo, los donantes universales, suban la cuesta, sigan el aparcamiento y verán una entrada cruzando un pequeño puente. Sobre la una y media de la madrugada, mi móvil apenas se quedaba con batería por las numerosas llamadas y mensajes de colegas. Estás bien? Varias chicas jóvenes se acercaron a un agente de policía para apoyar en lo que pudieran. Somos estudiantes de medicina, dijeron. Al rato, una mujer con bata blanca salió a indicar que no daban abasto. Estaban colapsados. Procedían a dar números para venir a distintas horas de la madrugada. Se hizo un grupo tan grande alrededor suyo, que habría que hacer cola para hacer cola. Una mujer mayor permanecía inmóvil a mi lado, escuchando. Cuando consiguió su número, le indicaba el papel que podría venir sobre las tres. Agarró al hombre que se situaba a dos pasos a su izquierda y le espetó:
-Vámonos. Dice la doctora que temos que vir máis tarde.
Muchas caras se dispersaron. Otras eran iluminadas por las pantallas blancas de los móviles. Aquí y allá relampagueaban. Pregunté a una de ellas si había noticias nuevas.
-En twitter dicen que ahora hay treinta y cinco, o incluso más. Y que sólo necesitan sangre cero negativo.
-Pero no decían que valía cualquier tipo?
-Ya, es que creo que se están liando. Porque aquí te dicen que sí, que es preferible la universal, pero que aceptan cualquier tipo. Estos de la prensa están liándola parda. Joder.

A las 02.34 el Centro Multiusos del Sar estaba repleto de periodistas, que cubrían la entrada de los féretros. Después de observar la misma escena cuatro veces, seguí caminando, rodeando el pabellón, hasta dar con otra entrada, en donde permanecían quietos varios agentes de policía y dos dotaciones de ambulancias. Uno de los petos ponía Psicólogo. Llevaba muchas horas de pie, apenas dando pocos pasos y en círculos, así que me senté sobre los hierros que había a un metro de la puerta, en donde se colocan las bicicletas. Dos minutos después, tres personas, dos hombres y una mujer, se dirigían a los policías.
-Lo siento, les darán información en San Lázaro. Sólo pueden entrar aquí si ya han sido citados.
Uno de los hombres se derrumbó, y dio un puñetazo a la cristalera que cubría la entrada. La mujer se puso a llorar, y el hombre que la abrazaba miraba a ningún punto mientras balbuceaba por qué, por qué. Uno de los agentes intentó tranquilizarlos. Otro salió a pedir ayuda al grupo de la ambulancia que tenía al psicólogo. Hablaron en bajo un rato. Apareció un cámara de televisión. Otro de los agente se puso delante y le increpó que si podía respetar el dolor de la gente. El cámara apagó la luz y permaneció inmóvil. Entró el grupo. A los veinte minutos salió. El psicólogo acompañó al que había dado el puñetazo a recoger el coche. La pareja se sentó justo delante de mí, al lado de los hierros. Tenía la cámara preparada, con el ISO listo y enfocada a metro y medio. La mujer explotó en sollozos, luego en un baño de lágrimas. Apenas podía hablar. Con las manos tapándole la cara, gritaba por qué me la llevaste. Por qué.
No saqué la foto. No pude.
Eran las 03.43. Noche cerrada, salvo por los reflejos de las luces de las ambulancias, que cortaban la neblina como rayos de tormenta. En la radio informaban del comunicado de Ana Pastor y de Feijoo. Unos sesenta cuerpos fallecidos, más de cien heridos, unos veinte sin reconocer, por encontrarse inconscientes.
Agarré el coche y me fui.
Eso fue todo.

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