Viaje a USA. Vamos todos al Badulaque.

Chapter 5. Vamos todos al Badulaque.




Nos despedimos de Athens con la misma luz grisácea del primer día. Desayunamos lo mismo de estos días, con la excepción  de que hoy no está Guadalupe para echarnos una mano. Mi padre se lía con el check out express, porque no entiende que nos despidan sin decir nada. Pregunta a la recepcionista, pero no sabe inglés, y la recepcionista no entiende -ni quiere- español. Alicia, la asistenta que trabaja al siguiente turno de Guadalupe, se acerca y traduce. Le dicen que no hay problema, que ya está todo cargado a la cuenta. Mi padre sigue sin comprender, y pregunta por la posibilidad de que le hayan cargado dos veces, pero la recepcionista no se inmuta. Mi padre intenta explicar que en su país las cosas no se hacen así, tras lo cual me sobreviene a la cabeza el hilarante comentario que se transforma por momentos en una mueca burlona. Este no es tu país. Es simple. Hay que aceptarlo. Parte del sueño americano, de entrar en ese juego del todo vale mientras tu insistencia al éxito marque tu camino, vale cuando decides olvidarte de tus preceptos y de todo aquello que creíste te serviría en tu vida. Eso, a veces, y de manera abrupta y dolorosa, incluye tu familia, tus raíces, tu idioma, tu cultura, tus fobias y hasta tus prejuicios. No te preocupes, allí tendrás de eso y más.
Alquilamos un coche automático que al comienzo resulta un poco incómodo, sobre todo en el arranque, porque la mano derecha se te va al cambio de marchas, y acabas por darte cuenta que, al rato, llevas cincuenta kilómetros con el brazo derecho en el aire, como queriendo agarrar algo.
Vamos al sur por la interestatal 75 hacia Macon. Vemos pasar pueblos de películas, con las casitas con el tejado a dos aguas de madera y su porche con la mosquitera en la puerta y las mecedoras al pie de las balaustradas de madera que reciben al visitante. Las aceras son carreros de hormigón entre los que, a veces, pueden distinguirse pequeños garabatos hechos por niños cuando jugaban a inmortalizarse. Hay pinos entre las casas, per ningún tipo de separación. El downtown de estos pequeños pueblos parece sacado de los western. Es una calle, la avenida principal que coincide con el trazado de la carretera interestatal, flanqueado por los dos lados de edificios de ladrillo con la fachada plana, de no más de un piso de altura, con el frontón lleno de filigranas, o dibujos, o carteles roídos por el tiempo que presiden una puerta central y ventanales a los lados.
A las dos horas paramos en una gasolinera, pretendiendo comprar algo que poder llevarnos a la boca. Suerte que salimos de Athens con parte del desayuno en una bolsa, en la que metimos unas cuantas bagels, yogures, cartones pequeños de leche, manzanas y plátanos. Las gasolineras de aquí son como las pintan los Simpson: pequeñas, llenas de estantes en las que sólo hay chocolatinas, patatas fritas, refrescos, lotería y tabaco. Además, en las dos que paramos durante el trayecto, estaban regentadas por personas de tez india: morenos como el azabache, de piel intensa y brillante, que hablaban el inglés no mucho mejor que nosotros. El sistema de pago es realmente práctico, ya que tienes que pagar primero. Muchos currantes de gasolineras de aquí tendrían menos chorizos si obligasen a poner cuota al llenado, puesto que si no pasas la tarjeta, allí no tienes forma de que el surtidor suelte una puñetera gota de nada.
Por aquello de no arrepentirme de haber actuado como un buen guiri, compré unas tiras de ternera seca embalada al vacío, de esas que comen los yanquis cuando no quieren comer azúcar -luego vi en la tabla nutricional que tenía azúcar, y mucha-, unas patatas fritas y una cocacola de cereza. Intenté comerme las tiras de carne metidas en uno de los bagels, pero resultó un desastre. Sabían a plástico. No sé siquiera cómo pueden permitir legalmente que vendan productos que no saben a nada. No es que tuviera un ligero regusto a, o que pudieses notar ciertos matices a. No. Ni matices, ni regustos, ni pollas. De querer notar un ligero toque agridulce a queso, habría de chuparme el dedo de un pie. Y ya de puedes dar con un canto en los dientes.
Al llegar a Macon cogimos la interestatal 16 en dirección a Savannah, y vimos más pueblos pequeños. Nos impactó ver tantas iglesias en el camino. En cada pequeño pueblo había al menos una media de cuatro o cinco iglesias. Cristianos, baptistas, metodistas, eran mayoría en los carteles que anunciaban sus plegarias al conductor que los veía.


Al cabo de cuatro horas y media casi cinco llegamos a una explanada en la que sobrevolaban cada cierto tiempo aviones de combate. Era Savannah. El hotel estaba situado en las afueras, justo al lado de la academia del aire del ejército yanqui. El hotel, similar a los demás. Camas enormes, cafetera en la habitación, Biblia en los cajones de la mesita de noche. Nos hicimos un café nada más dejar las maletas. Nos conectamos al wifi para ver mensajes y novedades. Atravesamos los pasillos de moqueta hortera hasta llegar a recepción, llena de madera barnizada, decorada con un estilo muy colonial, con mesas y butacas de madera con ribetes en los bordes y los apoyabrazos, mullidos con tela aterciopelada, remachada con esas cosas que parecen chinchetas pero sin el plástico de colores.
Nos fuimos al centro histórico de Savannah, y por el camino fuimos viendo la estampa de un pueblo sureños, como sacado de películas sureñas. Se hizo de noche mientras caminábamos por el pase marítimo, mientras veíamos buques enormes cruzar el río a apenas cien metros de distancia. Apenas pudimos distinguir nada debido al encanto y al cansancio: calles cuadriculadas que encerraban la magia de casas unifamiliares con su escalera, su porche, sus mecedoras, su mosquitera, su madera carcomida con la pintura levantada y sus buzones de correo. En los muelles nos encontramos en frente de un edificio histórico, de los que vieron el comienzo de esta gran locura. Hecho con piedra y reformado con vigas de madera, dejaba entrever el encanto de aquellos tiempos donde mercaderes, marineros, traficantes y prostitutas hicieron de esta ciudad un centro urbano de gran importancia. Cenamos como verdaderos cerdos típica comida sureña, que incluía tomates verdes fritos y calamares rebozados. Mientras, buques gigantes cruzaban el calado del río y daban toques a sus bocinas supongo que para comunicarse con los remolcadores que los acompañaban. Ironizamos con las comparaciones. ¿Cómo sería esto es nuestro país? ¿Te lo imaginas? El capitán del barco gritándole por megáfono al remolcador: ¡A ver si pones las luces, payaso! O uno de los remolcadores haciéndole señas con el brazo al capitán del buque como dirigiéndole la maniobra de aparcamiento.
A la luz de los candiles que había en las puertas paseamos un largo rato hasta volver al hotel. Mi cuerpo se acostumbraba al horario local. Dormí bien. Por lo menos cuatro horas seguidas.

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