Viaje a USA. El día que caminamos peligrosamente.


Chapter 2. El día que caminamos peligrosamente.




El suelo del hotel que hay cerca del aeropuerto tiene moqueta. Hortera. De colorines y flores por todas partes. Y cuando pisas sobre él suena el típico ris ras de los pasos de los actores en las películas en las que parece que atravesarán la puerta a balazos y luego entrarán corriendo apuntando con el arma y un negro levantará las manos medio en bolas y el otro intentará, desesperadamente, sacar el arma y entonces bang! Tiro en el bajo vientre. Agh! Y todo eso, pero uno se escapará por la ventanilla del cagadero por las escaleras de emergencia que, siempre, siempre, os lo puedo jurar, van a dar a la calle de atrás, donde los containers llenos de mierda a modo de colchón bufado, porque en los USA nadie tira barras de metal, ni vigas, ni contrachapados punzantes, ni restos de cerámica ni nada de eso.
Al hotel se accede por las shuttle, lugares lanzadera donde decenas de furgonetas, todas ellas con los logos del hotel correspondiente, te llevan al mismo que has escogido. Un dolar y adeu. Que vas que chutas. Ayer hacía un frío del carallo. Vino a buscarnos mi hermana mayor, y esperamos los cuatro al conductor, un negro al que no le entendimos ni papa, pero que, al llegar a la moqueta del hotel hortera, intuímos que venía a balbucear algo así como qué pasa tío, pero en inglés yonqui. Sab meeen!, no paraba de decir el fulano, con la boca cerrada, gutural, profunda, de Darth Vader.
Las habitaciones son enormes. Con recibidor, dos camas tamaño king size -aunque pidas una de matrimonio te darán dos king size pero pegadas, o sea, cuatro metros de ancho, casi el aeropuerto de Castellón- y baño. Todas tienen nevera -vacía, luego supe por qué- y microondas. También tienen su propia cafetera, y cada mañana te dan el Usa Today y dos sobres de café. Me hice un café a la noche. No debería. El puto jet lag surte efecto al poco de pisar tierra, porque andas con un desfase horario del copón. Yo me levanté a las tres de la madrugada para la cagada mañanera. Haceros cargo.
Daban en la televisión las noticias. Tienen lista de canales aunque, como aquí, la mayoría de la programación no vale una puta mierda. Puse la NBC, pero era normalilla, así que busqué chicha y pinché la FOX. Uah! Debate sobre armas. Tela. Aquí lo de las armas tiene mucha tela. Hace poco salió un senador republicano afirmando que, de haber tenido armas los chicos de aquella escuela, podrían haberse defendido del subnormal que se quedó solo lanzando tiros a diestro y siniestro. Y es curiosa la mentalidad europea: lo que a mí me parece siniestro es pensar que todo el mundo que hay a mi alrededor puede estar armado.
Deshice el equipaje y me puse a mirarlo todo. Por la ventana solamente había una carretera que daba al aeropuerto. Fui al pasillo. Al final, a la derecha, estaba un aparato de aire acondicionado puesto a toda hostia. Parecía un horno. La diferencia térmica con el exterior bien podía ser de veinte grados. Me fijé que, al lado, había dos máquinas. Una de refrescos y otra de hielo. Como en las pelis. Ahora entendí para qué servía el recipiente similar a una cubitera que te ponen al lado de la cafetera. No venden alcohol. Lástima. Me habría hecho un par de güiscazos para entumecer el cuerpo y dormir a pierna suelta. Pero me desperté a las tres, y no pude conciliar el sueño hasta las seis, hora de levantarse.
El desayuno fue la primera impresión. Bueno, la primera impresión fue ayer, en aduanas, cuando mi padre -siempre organizador y coordinador y gerente de toda empresa- quiso entenderse primero con él. Lástima. No sabe inglés, y el poli ni ganas de aprender español. A mi padre le quedó la coña de 'rigrís', porque era lo único capaz de responderle al policía de frontera, que pedía nervioso los billetes de vuelta. Tuve que mediar, y al acabar de formalizar los papeles, el poli me preguntó si era el único de los tres que sabía inglés. Le respondí que sí. Entonces, con una mueca burlona al estilo Juan Vaine -que diría la abuela- me increpó diciendo que ya me valía, cojones, dejar a mi padre en tal situación.
El desayuno, entonces, es la segunda impresión. En esencia, es occidental, pero con muchísimos matices. La bollería es toda industrial. Si queréis un consejo, ir directamente a por las bagels, unos roscos de pan de tradición judía, con la misma forma que los donuts, pero de pan, que simulan muy bien el pan fresco. Ya vienen cortados por la mitad, aunque dejan siempre un pequeño trozo junto para que permanezca unido. Los podéis tostar y untar con lo que queráis. Para untar, los clásicos mantequilla o margarina, y mermeladas. Lar mermeladas son gelatinosas. Todas. No esperéis tropezones ni gelatina con forma de tropezones que simule tropezones de auténtica fruta. Muy dulces. Más dulce es lo que choca. La crema de cacahuete. Sabe realmente a cacahuete. Mucho. Pero es tan dulce que podría provocarte diabetes. Más café. El café, aquí, es, bueno, como decirlo, para uno que se bebe litros de café diario... es la hostia. No quiero decir que sea agua, pero, con el mismo sabor, aquí hacen litros, mientras que nosotros haríamos un expresso. De hecho, no hay leche caliente. ¡No la necesitas! Al lado de las mantequillas sirven pequeños vasitos de papel precintados con leche descremada. Las garrafas de leche fría son para los cereales. Los cereales los distribuyen con máquinas expendedoras, igual que los zumos, que son todos de plástico, y saben a saborizante, como las mermeladas. Aunque, en este, los cereales los sirven en pequeños paquetes precintados. En el fondo hay algo de fruta. Manzanas rojas y plátanos. Y ya. Salado sólo dan huevos revueltos, hamburguesas y tiras de bacon churruscado. No quise probar. Mi padre los probó, y dijo que daban asco, que eran como una pasta, y sabían a queso filadelfia.
Fuimos de vuelta al aeropuerto a alquilar un coche para toda la semana, pero nos tangaron, y nos vinimos sin él. Mi hermana me dijo que querían endosarnos el seguro y el gps a mayores, pero que no estábamos obligados, así que los mandaron a la porra. En el aeropuerto hay carteles de anuncios y carteles saludando a los soldados. Hay mucha gente esperando soldados. Es un aeropuerto enorme, tanto militar como civil, y es común ver a soldados desfilando con sus macutos camino a facturación. La gente aplaude y grita como si estuviera chiflados, y los soldados, aun erguidos con el paso bien marcado, tienen las caras tristes. Es un juego al que juegan todos, como decía Zizek. Eso les da confianza en el sistema, y está por encima de toda discrepancia. Pero la realidad es que el juego no es para todos el mismo, y los de abajo, los que no tienen nada, siempre acceden sin rechistar para poder alcanzar el siguiente escalafón. Por eso los soldados son mayoría de jóvenes sin recursos -tengo entendido que si aguantas lo suficiente en servicio te pagan la universidad-. Estábamos buscando un ordenador para comprar un billete de bus para ir a Athens, pero los ordenadores de la terminal estaban jodidos o no aceptaban tarjetas. Aquí todo funciona con tarjeta o billete. Puedes ir a cagar a un baño público y pagar el acceso con tarjeta. Es dinero, y nadie tiene problema en cobrártelo. Al rato, por mi izquierda, escucho un alboroto de giñarse. Una tropa viene hacia mí, que estoy a la izquierda de una de las filas de facturación. En cuanto se ponen a mi altura, yo también les saludo. No comparto su juego, ni estaré nunca en disposición de aceptarlo siquiera, pero me dan pena. Están orgullosos de ello aun sabiendo la que les espera. Muchos no volverán. Su ignorancia mantiene altas sus cabezas, y el griterío confirma que están jugando bien las cartas en su sistema. Sentencio, para mis adentros, que no es muy diferente su ignorancia de la nuestra con nuestra forma de jugar. En nuestro país, o lo que sea el conglomerado de casas de putas que parece ser, nos deja sin siquiera cartas, y parece que no nos importa. El hombre que va delante, un negrazo imponente, parece el sargento de tropa. Nos cruzamos las miradas y me dice 'thank you'.
Llegamos a Atlanta cogiendo el MARTA, una especie de línea de metro-tren-cercanías que recorre varias zonas de Atlanta. Llegamos al centro y paramos a comer en un irlandés. El acento del camarero es bastante comprensible, aunque habla a toda leche. Yo entiendo palabras sueltas como tarzán habla, así que me defiendo. Como mi segunda hamburguesa. La primera la comí anoche antes de ir para el hotel en un restaurante del aeropuerto. Las hamburguesas aquí hay que pagarlas, no vale ir a una franquicia tipo McDonalds porque no valen una mierda. En este restaurante ponen vasos de agua, como en todos. Lo agradezco, que junto con el café, es lo que más bebo en cantidad a lo largo del día. Mi madre pide fish and chips. Las cantidades son delirantes. Estoy comiendo, según entiende mi cuerpo, una merienda. Intento no pensarlo y engullo. Propina. Mi padre pregunta que cuánto.
De camino al bus un homeless yonqui que huele a pestazo de mierda hace la de 'te ayudo'. Le decimos a dónde vamos y nos acompaña diez metros para después decirnos que sigamos recto y que le demos cinco pavos. Le doy uno. Me mira fijamente y me recrimina que vive en la calle, así que sueltes los otros cuatro. Le digo que de eso nada, monada. No se va. Se pone pesado y nervioso. Si no le das algo, no te lo quitas de encima, pensé. Le di otro dólar. Me dio las gracias. Yo le dije que se fuese a tomar por el culo. Al rato pasó un viejales que nos dijo que ese hombre no era un homeless, era una bomba de relojería. Tantos años en la calle no pueden hacer nada bueno. Y se marchó.
En el bus dormitamos. Mi hermana y yo hablamos de eso que decía Zizek, del sistema de valores e ideas que tienen aquí, de cómo se las gastan y de lo mucho que se quieren y se desean. Le pregunté cómo le estaba yendo, y dijo que muy bien. Al fin y al cabo, si juegas a su juego, eres la leche, y te tratan genial.
Al llegar a Athens nos dimos cuenta que no había taxis, ni nadie que supiese cómo coger uno, ni teléfonos ni nada. Allí, si tú le preguntas al conductor de bus por algo que no esté intrínsecamente relacionado con cómo conducir un bus, no sabrá responderte. Pero no porque no quiera o no pueda. Simplemente, no lo sabe. Llamamos al hotel, y más de lo mismo. No lo saben. Nos dan un par de números. Mi padre protesta. ¿Es que no pueden llamar ellos? Ayyy... alma de pollo. ¿Es que no te has dado cuenta todavía de cómo funciona esta gente? Acabamos cogiendo cerca un bus universitario que nos dejó cerca. Comenzó a llover y nos cagamos en todo. Anduvimos cerca de cien metros, y la gente, en su coches enormes, debería estar flipando un rato.
El hotel tiene entrada para coches, porque nadie, en este país, va andando a los sitios. Entramos empapados y nos reciben. Llegamos a la habitación.
El suelo del hotel tiene moqueta. Hortera. De colorines y flores por todas partes. Y cuando pisas sobre él suena el típico ris ras de los pasos de los actores en las películas. Es de noche. Nos vamos a cenar por ahí, andando.

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