Cierra interviú y creo que tengo algo que añadir.

Hace seis años no sería capaz de imaginarme una muerte tan anónima pese a ser capaz de esperarla. Interviú cierra y quizás sí tengo algo que añadir.
Hace seis años empecé mi último gran error en un máster sobre periodismo en Barcelona. Allí, de todos los nabos que pretendían resaltar y luego llevarse el bote, tuvimos la suerte de contar con profesores y profesionales de este gremio que nos ayudaron mucho a creérnoslo. Quedan esas personas porque el resto era paja. Paja es llegar, contar cuan grande la tienes e irte a cobrar el cheque. Y eran la mayoría.
Desde las grandísimas Karma Peiró y Sandra Balcells (la primera me enseñó a confiar y la segunda me editó lo que sería mi primer trabajo premiado), pasando por aquella gratificante bronca de dos horas sobre periodismo americano de Pablo Capilla sobre la que saqué mis primeras lecturas útiles, las increíbles fotos de Emilio Morenatti o aquella borrachera con un Pulitzer que acabamos la Crespo y yo en la coctelería escondida que está al lado del Boadas. Y a Juanjo.
Recuerdo ver a Marta, a Gina, a Clara y a Alba poner a parir a Interviú por utilizar la cosificación de la mujer en sus portadas, y ser más agresivas en cuanto a la publicidad sexual que habitaba entre sus páginas. Y tenían razón. Sabíamos que una publicación así tendría muchas dificultades en sobrevivir en un tiempo donde el desnudo de una mujer ya no es un arma que dispara a una sociedad idiota y anclada en el pasado. Que estaba claro que el modelo de negocio tendría que cambiarse. Porque la confianza seguía ahí, pese al tiempo y el desgaste. Y el debate y la crítica de uno mismo no te hacen más pequeño sino todo lo contrario. Con toda la mierda que queda por sacar, era el momento idóneo para renovarse, adaptarse y salir del pozo.
Y Juanjo nunca nos dijo que no. Debatió con nosotras, con nosotros, tuvo paciencia, expuso sus argumentos y sus dudas y no se dejó nada en el tintero. Editó nuestros temas como si fuera nuestro redactor jefe personal, aceptó nuestras réplicas y mejoró cada entradilla siguiendo siempre la premisa que repetía una y otra vez: "al lector hay que agarrarlo desde el principio por la pechera y no dejarlo escapar". Al final de cada clase, al menos la mitad esperábamos fuera por si caía algún profesor y nos lo llevábamos a un garito que había a dos pasos de allí, a tomar unas cervezas y tratar de sacarle algo más. Juanjo fue el único que nos propuso ir a tomar las cervezas. Nos comimos unas pizzas y contamos batallitas y al final pagó todo él. Nos dio su email, nos dijo que no nos olvidáramos de él, que le presentáramos temas y nos dijimos adiós.
Siempre dije que tuve mucha suerte aquel año por dos motivos. Conocí a mis mejores amigas y grandes profesionales allí. Y también conocí a editores y jefes y a gente que me ayudó a progresar y a ver el gremio del periodismo como algo necesario y justo, como un grupo de militantes de la verdad y la justicia que lucha incansable contra los malos de la película.
Por supuesto, al año siguiente ya había descubierto que era todo lo contrario.
Pero seguí acordándome de Juanjo.
Cambié de ciudad, leí medio centenar de libros y acabé publicando uno que me llevó dos años de duración.
En ese tiempo viajaba para ver a mis colegas de máster y hablar de futuros trabajos que hacer en común. En una ocasión que visité Madrid, la Crespo y yo nos fuimos al edificio de ediciones Zeta a visitarlo. Nos recibió muy alegre. Al subir al piso de Interviú, lo primero que hizo fuer llevarnos a una sala alargada llena de mesas vacías. Lo que nos dijo todavía lo recuerdo.
-Esto es lo que provoca la crisis.
Eran despidos. Todos ellos, los habían echado a la puta calle, y los que quedaban estaban en negociaciones para una nueva bajada salarial.
Arriba nos presentó a los currantes de la revista y abajo, mientras tomábamos una caña, nos presentó al gran Fiti. Fiti era tan inmenso que, cuando le pregunté por una historia mítica de un buscado por la policía que solo él encontró, respondió, taciturno, que eso era paciencia y suerte. Nos despedimos otra vez como si llevásemos una eternidad sin vernos y nos volvió a pedir que no le olvidáramos y que le enviásemos temas.
La Crespo desde entonces siempre me insistió en que yo acabaría colaborando con Juanjo. Nunca la creí.
Al tercer año, resultado del trabajo anterior, una familia afectada por el amianto contactó conmigo y me pidió ayuda. Yo colaboraba esos días con La Voz de Galicia, pero como la historia me parecía durísima, pensé en pasarle el tema a alguien para que la sacara. Así que llamé a Juanjo.
-Entiendo lo que me dices, ¿pero seguro no puedes hacerla tú?
-Es que está a punto de morirse. Está en la capital y yo tardaré al menos dos días en llegar. Si se muere antes de que llegue no me lo perdonaría nunca.
Apeló a mi paciencia. Después de varios años detrás de historias como esta, bien merecen dos días de espera. Agradeció el gesto que tuve al pasarle esa historia y me pidió que lo llamase en dos días para ver cómo estaba la situación. Esa misma noche lo dejé todo, compré un billete de tren, me disculpé con mi novia por tener que romper las vacaciones previstas (era semana santa, creo) y me marché.
Durante las 48 horas que estuve en Madrid asistí al fallecimiento prematuro de un hombre que apenas tenía 38 años y se desvanecía entre apneas muy jodidas. Lo peor fue cuando la madre de este me cogió de la mano y me subió a la sala de urgencias en donde estaba y me pidió que hiciera mi trabajo. La foto era tan cruel que acabó siendo portada. Juanjo no paraba de repetirme que si esa foto era robada. Le insistí una y otra vez que no, que era voluntad de la familia, que querían denunciarlo, que ya no sabían qué más hacer para que le escucharan.
Me contaron su triste y dramática vida. Yo la apunté y se la pasé a Juanjo. La editó con maestría varias veces. Les pedí por última vez a la familia del afectado su permiso para publicar toda la información que me habían dado. El día que murió José Manuel Calzado, la madre y la hermana y la tía me abrazaron como nunca nadie lo había hecho. Esa misma semana, "El último muerto del amianto" fue portada. Juanjo me prometió que, por los esfuerzos y el resultado, me pagarían algo más de lo estipulado. Según él, me lo merecía.
Pocas personas me han dicho esta frase.
Al tercer día me invitó a comer a un asturiano. Yo le regalé el libro que había escrito. En la dedicatoria le mencioné al gran Fiti en la misma medida y respeto que empleaba él cuando nos contaba sus batallitas. Creo que le gustó.
Haciendo balance, ese año nadie me pagó tanto por una sola colaboración. Juanjo me trasladó las felicitaciones de sus superiores. Al día siguiente, en mi cuenta de twitter empezaron a seguirme varios de los colaboradores y fotógrafos de la revista. Algunos me felicitaron. Sentí que lo que había hecho era importante. Juanjo me pidió que si volvía por la capital, le avisara para tomar unas cervezas.
Al año siguiente recibí una llamada de él. En mi tierra, en Galicia, un boxeador había caído de bruces en un combate y la cosa no pintaba nada bien. En Interviú querían que me colase en el hospital y sacase algo parecido a lo que había hecho. Acepté. No pude sacar nada y me disculpé. Juanjo me dijo que en vacas gordas hasta me habrían pagado el traslado, pero estaba la cosa muy jodida y se disculpó. Y nos despedimos. Mándame cosas cuando las tengas, me repitió.
Y ahora ya nada.
Han cerrado una revista en la cual un redactor jefe trataba a los periodistas como si fueran personas. No puedo decir lo mismo de otras. Lo siento. Pero si no llega a ser por personas como él, hace tiempo que habría dejado esta profesión de mierda, llena de trepas, gilipollas y lameculos que te arañan los euros como si salieran de su puto bolsillo. Y ahora los dejáis en la calle.
Creáis a Godzilla y luego protestaréis porque destruye ciudades. Pues eso. No vengáis llorando cuando escampe, cabrones.
Juanjo, compañeiro, han pasado dos años y sigo detrás de la historia del boxeador. Creo que pronto la familia accederá a hablar conmigo. Espero estar a la altura y no defraudar. Prometí esa historia. Y la tendrás.

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