Tipos raros.

En los ratos libres que me deja un día de curro cualquiera, leo. Es una costumbre que fue exagerándose conforme seleccionaba lo que leía. Pasé de los letargos ensayísticos durante los estudios de sociología en Coruña para dar con la tribu de Leguineche, los yanquis del Nuevo Periodismo y los otros americanos, los de abajo, los que realmente empezaron con Rodolfo Walsch y acaban por tener a Leila Guerriero entre sus filas mientras aquí nos morimos de envidia.
El problema es que hoy me he olvidado el libro en casa. En vez de dejar ayer por la noche el que leí de Tom Wolfe y su Ponche de Ácido Lisérgico, sobre los drogotas y sus bromas y Ken Kesey y Neal Cassady metiéndose de todo y farfullando chorradas con su sentido, y coger otro, no sé, el que tengo pendiente del Orwell y su Homenaje a Cataluña, o Historia de dos ciudades de Charles Dickens, me olvidé. Y, hoy, que apenas tenía fotos en toda la tarde y parte del mediodía, me di cuenta que tenía el mismo libro de ayer. Entonces, bueno, entonces me quedé en blanco. Durante media hora miré el móvil sin resultado. Pensando, quizás, que esa cosa idiota me solucionaría la situación. Mira tú qué estupidez, pensé a la media hora de estar mirando la puta pantallita. Puse un mensaje en facebook, a la desesperada. A ver si sirve esta mierda para algo útil, ahora que estoy tan desamparado.
Una colega dijo, ¿por qué no escuchas las conversaciones de la gente?
Lo curioso del tema no es que fuese una buena idea, que lo era. Es que me recordó lo que yo era hace una década. Me nutría de conversaciones ajenas y trataba después de hilar una historia. En Coruña, durante los años de carrera, era mi pasatiempo. Iba a cafeterías que no conocía y me sentaba durante horas, en el bus, en las tiendas, en el centro comercial, en un parque, en la estación de tren, en la charcutería. Lejos de sentirme nostálgico, agarré de libreta y me fui a caminar. Esto fue lo que vi y escuché.
Paré en un garito al que, muy de vez en cuando, voy a comer. Tienen bocatas a tres euros, y las pizzas están muy bien. El señor que lo lleva es afable y suele darme conversación porque sabe qué significa la cámara que llevo colgando del brazo desde el primer día que me vio entrar. Me pregunta por cómo están las cosas, de dónde vengo, si hay mucho movimiento o qué tiempo hace. Es un hombre al que no le gusta servir para que sobre comida, lo cual le da muchos puntos. Tiene barba de dos días, pelo corto moreno claro, y se pone las gafas cuando va a tomar nota del pedido. Antes de mirar la carta siempre me pregunta qué quiero beber, y despacha a gusto con la gente que se le pone a tiro en la barra. Hoy tenía algo de hambre y dinero prestado (porque suelo estar pelado todo el puto año y mi economía se basa en el gorroneo constante y sonante) así que pedí algo que no había probado, un filete con patatas.
En la barra había un hombre alto, calvo de coronilla, pelo canoso y enjuto. Las manos las tenía muy trabajadas, y su acento gallego era cerradísimo. Tenía una camiseta azul claro y pantalones vaqueros. Tenía un vino tinto entre las manos. El camarero, el señor que me atendía, todavía tenía las gafas puestas cuando le preguntó algo.
-Fuches algunha vez a unha fábrica de güisqui?
La pregunta era acertada. Llevaban un tiempo hablando de la producción de vinos y licores. Y no tenían claro cómo se trataba el líquido una vez estaba en barriles.
-Non sei cómo fan. Os van metendo aí, e logo danlle voltas, supoño, para mazalo ben.
-Xusto!
-Sí, penso que sí, que vai por aí a cousa.
-Non sei, non sei. Desa forma non sei como vai del todo, pero sei que coa mazá, antes hai que darlle ben para que bote a espuma.
-Pero non queda moi mazada?
Se acerca por la izquierda otro hombre chato, de camisa hasta la línea de flotación y pantalones de pinzas y manos calludas. Lleva sombrero de paja, y es paticorto y gordo. Bueno, es delgado el resto del cuerpo, mientras que una panza oronda permanece pegada de forma tersa e irsuta al torso. Es como un hombre pegado a una barriga. Pide un vino tinto.
-A qué andades, ho?
-Cóbrame esto aquí.
Le pone otro vino al primero, al alto, y continua comentando nosequé del tiempo de maceración. Que luego se pone en nosequé otra cosa y luego hace esta otra hasta dar con la siguiente.
-E se chove? Qué vas facer coas rodas?
-Sí, ho, porque parece mentira. Se as deixas moito tempo, fanse unha merda.
-Sí, parece mentira.
-Parece.
-Difícil de creer.
-Difícil, sí.
-Son a hostia.
-Sonche a hostia, son.
Vuelven al tema de las cosechas tras un par de tragos. El hombre chato de sombrero de paja toma las riendas de la conversación. Son palabras más gruesas. Cosa importante.
-Ti tes a venta a producción que sexa, non me toques o carallo.
-Pero que non é tanto...
-Que che digo que sí, que hai moito vino de dios.
-Hai moito vino de dios...
-Haino. Ti faime caso. Hai moito vino de dios.
Entran dos hombres, salidos de su trabajo. Vienen en pantalones vaqueros y los brazos y parte de la cara con polvo blanco. Son altos, más jóvenes que los ya presentes, con los brazos fuertes y tensos. Piden dos cafés, uno de ellos cortado, y dos chupitos de hierbas.
-Eu non sei.
-Dígoche que sí, que hai moito vino de dios. Pero si ti vas a un sitio destes, a... a Extremadura ou por aí, e o viño o venden a outros para que fagan historias...
-Da cantidade que lles sobra...
-Da cantidade que lles sobra, e logo, qué fan?
-Champán.
-Pero qué hostias dis?
-Champán.
-Pero cómo van facer champán!
-Champán.
-Vai tocarlle o carallo a outro.
-Digoche que fan champán.
-Boh.
-Dígoche que fan champán. E é máis. Un amigho meu díxome que na maioría das bodegas, sobra máis do setenta por cento da producción, que logo o utilizan para outras cosas, ou o venden a outros países e o fan pasar coma se fosen deles.
-Boh.
-Ti faime caso! Hai moito viño de dios. Sobra tanto que logo o ves por aí por dous duros. O ves no Corte Inglés a tres euros.
-Non ten sentido. Non ten sentido.
Y como si no tuviese sentido, entra una mujer de cabellos largos negros, ojos negros, traje ajustado a la cintura y al pecho negros, con chaqueta de punto blanco y bolso blanco, con tacones que hacen toc toc en los baldosines del suelo, y los cuatro fulanos y el camarero se quedan de piedra, mirando de reojo, dándose codazos con el rabillo de los ojos. Me mira, me quedo pensativo. Mira la cámara, comprende (algún día explicaré qué papel tiene la prensa local en los pueblos pequeños, nos ven como una mezcla de mafiosos y policías). Me limpio el tomate de los labios y sigo a lo mío, a seguirles el rastro de miradas furtivas y conversaciones que, en este preciso momento, a punto de terminarme el plato, tras dos interminables minutos, no se ha dicho ni una sola palabra, hasta que la mujer se ha sentado y ha pedido algo de comer.
Uno a uno se van retirando entre comentarios sobre el tiempo y el fútbol. Me levanto y pago lo mío. Me fijo en la mesa de la mujer, que sigue mirando fijamente las noticias. Veo su plato de ensalada y su cola light. Gira en mi dirección y vuelve a ver la cámara (porque no miran primero a los ojos, no sé por qué) y me mira y asiente. Por la forma de vestir, quizás haya salido de algún banco, o del mismo ayuntamiento, y quizás nos hayamos visto unas cuantas veces, pero ahora no la recuerdo. Asiento mecánicamente, como sin darle importancia, pero toda esta historia de cotilleo de conversaciones ya me está pareciendo demasiado extraña, y finjo que la cosa no va conmigo.
Al salir, uno de los hombres, el bajito chato de sombrero de paja paticorto pegado a su barriga está fumando. El sol le da en la espalda, y yo estoy caminando frente a él. El humo del tabaco le rodea la cara y hace contraste. Me mira extrañado, como pensando, qué tipo tan raro...

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