Fotos del curro con chicha. Y siete. Cotillas

Nuestro trabajo, lo que hacemos es, al menos moralmente, indefendible. Quiero decir, somos el chivato, el cotilla, el soplón. Nadie, en su sano juicio, le confiaría un secreto, un chisme, un comentario que pudiera ser reprobable o reprochable en otras circunstancias a uno de nosotros. Nadie.
En una sociedad dada, formada por seres humanos considerados entre sí como iguales, regidos por una serie de normas que los guíen y los protejan de posibles desviaciones o extrañezas, que los aglutine en esa campana de Gauss, en ese escudo protector que da el no saberse fuera de un aplastante noventa y nueve coma nueve por ciento, un cotilla no cuadra. Es raro. Distorsiona y genera inseguridad. Es peligroso. Suelta cosas por la boca como bien podría soltarlas por el culo, porque lo que suelta es, precisamente por eso, mierda. Mierda que, como buen lubricante social -ese mismo que matiene unida dicha sociedad- permite desinflar el globo de la rigidez de las normas y las leyes. Es como los colegios de niños pequeños, de los corrillos de niñas jugando a la comba, o a la rayuela. Alguien comete un error y todos callan. La mirada inquisitoria del profesor atraviesa los cuerpos. Pero nadie dice nada. Nadie deberá soltar la lengua a pacer.
Pero, entonces viene alguien y dice algo, y todo se va al carajo.
No sé qué es lo que me obliga a meterme en las vidas de los demás. Es curioso observar que no me ciño a la excusa de la curiosidad innata ante lo extraño que puede padecer cualquiera. Es bien sabido que, por ejemplo, ante un accidente, disminuimos la velocidad para querer ver aquello que nos rompe la monotonía. Y, sin embargo, no rompe la norma, ni siquiera la cuestiona. No veo en eso hipocresía alguna. No me molesta en absoluto. Como el miedo, es sano padecerlo, y más sano es saber educarlo. Es más, creo que confirma la norma y la hace más fuerte.
Pero, entonces, yo bajaría del coche y sacaría algunas fotos y haría algunas preguntas. Haría por ver el cuerpo, el reguero de sangre y los destrozos. Miraría a la cara de los afectados y de los técnicos responsables de salvaguardar la escena para agobiarles con interrogantes.
Una de esas preguntas me cuesta responderla a rabiar. Para qué. Sí, para qué sirve todo esto. No recuerdo quién hacía categorías de la gente del gremio según sus respuestas. Creo que era la gran Leila Guerriero. Decía algo así como que, bueno, los hay pomposos que habla de la libertad de expresión y de cambiar mundos y luchar contra la tiranía, y luego hay otros que, después de mucho batallar, hablan de una manera tan digna como cualquier otra de ganarse el jornal.
A veces paso de un estado a otro con una facilidad pasmosa. A veces salto de la épica de las grandes luchas y del significado perdido del cuarto poder, del vigilante de los vigilantes, del contrapoder de los tiranos, para acabar agachando la cabeza cuando una chica mona que acabas de conocer te pregunta en un bar que en qué trabajas. Bueno, yo hago fotos y escribo, y me pagan por ello. Y como si no fuera suficiente humillación tener que decirlo de la manera más humilde posible y no parecer un completo gilipollas autocompadeciente, con las cejas arqueadas hacia arriba, en señal de rendición, le espetas aquello de al menos me gusta lo que hago.
Al menos me gusta lo que hago.
De todas las posibles excusas, esa es la mejor. Por incongruente, por extraña, por retorcida. Por estúpida. En vez de tirarte el moco y pavonearte, en vez de soltar alguna burrada esquizofrénica y lanzarte a alguna historieta catártica llena de explosiones ácidas y giros enrevesados, en vez de montar una ofensiva diatriba de media hora en la que el ritmo sea tan machacón que no le dejes respiro y tenga que pedirte que pares, tú vas y le plantas que, en virtud de una mezcla hecha de parámetros culturales deseables y normas de conducta esperables, eres uno de esos que, si tu madre te dice que te quiere, antes tienes que comprobarlo.
O sea, que eres uno de esos que entraría en un bar con un paquete de tabaco en el bolsillo, y justo debajo del letrero que pone "no fumar", meterías la mano en el bolsillo y tocarías el filtro con los dedos, mirando a tu alrededor, regocijándote en tu crapulencia al saber que sólo tu conoces el secreto.
Por eso creo que, nuestro trabajo, al menos moralmente, es indefendible. Contamos cosas que otros guardan para sí por un bien común que conoces y no compartes. No discriminas el resultado, porque lo haces público, haciendo uso de aquel poema que decía para todos la luz, para todos todo. Y después, que cada uno se la aguante como pueda.
Por eso nadie quiere a los cotillas.
Sin embargo te miran. Te miran como quien mira un accidente. Se paran y te miran, observan cada uno de tus movimientos. Saben que son potencialmente parte de la presa, del botín. Qué me preguntará, qué fotos me hará. Qué querrá de mí.
Pero, entonces, la rutina, la monotonía, explota. Algo no funciona.
Nos metemos debajo del paraguas de la campana gaussiana porque queremos saber lo que pasará en todo momento. La frustración del desconocimiento, de la incertidumbre, nos machaca la sesera. Lo peor de pisar el borde de un precipio está en el momento en el que el abismo te saluda, y tú no sabes qué responder.
De alguna manera inexplicable, tú eres la salida a todo este problema. Saben que, llegado ese momento, alguien tendrá que contarlo.Sólo tú sabes la respuesta a esa pregunta.

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