Fotos del curro con chicha. Y dos. Brindad, malditos.

Fotografía de Rober Amado

A un lado de los focos y las chicas con escote y risa fácil y los halagos y los micros y el cuéntale-otra-vez-cuando-nos-dieron-a-ti-y-a-mi-las-del-pulpo y las copas y los aplausos y las palabras bien intencionadas de los cuatro magníficos -y eso, justamente eso, era lo que fastidiaba, porque eran buenos de verdad-, a un lado de todo eso, estábamos nosotros. Cuatro freelancers, cuatro autónomos, cuatro tirados de mierda y sueldo para el arrastre que bebían cada vez que alguno de los ponentes decía crisis, porque se nos había ocurrido así. Éramos la infatería, la que no se ha ganado el respeto y admiración de nadie todavía -todavía, sí, claro- , de la que coge la comida sobrante de otras mesas -sí, lo hicimos-, la que se hace colega del barman para poder beber rápido al compás del ponmeotra, la que duda en cruzar la fina línea que separa el joven idealista y el cínico experimentado -¿o era al revés?-, la que saluda a la cantante de jazz y le guiña un ojo, o los dos, mientras el resto del público suspira. Porque no hacen otra cosa. Suspirar aplausos, suspirar halagos, suspirar frases ingeniosas, suspirar copas.

Al salir nos despedimos de un colega. Es redactor jefe de uno de esos grandes medios. Había llegado tarde porque estaba cerrando la edición. Y se marchaba, ahora, pronto, porque quedaban cosas por cerrar.

Sentimos no estar solos. Quizá nunca lo estuvimos. Quizá sólo sea una cuestión de perspectiva.

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