Paréntesis



Son las nueve de la mañana. La humedad puede leerse en las frentes de los que resisten a la sombra debajo de un árbol. No hay muchos en la plaza. Uno, dos, tres, cuatro. Sí, cuatro árboles hay en la plaza. Cada uno con su pequeña sombra llena de pequeñas hojas verdes con forma de ojo estirado, y esas bolitas diminutas naranjas que parecen melocotones non natos. Un hombre se sienta en uno de los bancos que da al ala sur, la que a unos cien metros tiene la playa en su espalda. El hombre trae un niño pequeño de la mano. En cuanto llega, el niño se suelta y da vueltas y más vueltas. Dos mujeres están en la sombra del otro árbol que da al sur. Una de ellas bate una botella grande de cinco litros con un líquido blanco que hace vaivenes. El contraste entre sus manos negras y el líquido blanco es difícil de no observar. Van vestidas con vestidos llenos de colores, de pequeñas líneas negras con flores rosadas, moradas y amarillas, de formas romboides rojas y azules, de delantales de cocina con cuadrados gigantes blancos y rojos carmín, de verde esmeralda y amapolas rojas, tulipanes amarillos y hojas de parra. Miran al frente y ven pasar a alguien. Lo siguen con la mirada durante unos metros. Tuercen la cabeza y vuelven al frente. Con sus pensamientos y sus quehaceres. La otra mujer mantiene una pequeña mesa con caramelos, paquetes de tabaco, chicles y chuches. También tiene dos garrafas grandes de agua y un vaso de aluminio que vende a 5 escudos. Otro hombre, de pantalones beige y camisa blanca se sienta en uno de los bancos que da al norte, el que está pegado a la cabina telefónica, y da la espalda al café Sofía. Estira las piernas y abre una tablet. Empieza a teclear. Se ajusta las gafas a la nariz mientras escribe. Como unas diez veces. Unos chavales cruzan la plaza cantando una canción. Sale de uno de los móviles de uno de ellos. Lo resalta por encima de los demás, como siendo el portaestandarte de alguna legión romana, como el ánimo imperecedero de una nación en peligro. Son tres, parecen muy jóvenes, no más de catorce años, Van uniformados con una camiseta azul cielo y unos pantalones cortos azul marino, de alguna escuela cercana. O no. Porque aquí las escuelas pueden estar a kilómetros, y los niños ir y volver corriendo a ellas para ahorrar dinero en el tránsito a los padres y así mejorar la nota en gimnasia. Sí, mejorar la nota, porque los chavales que van a la escuela tienen clase de gimnasia por la tarde. Uno de ellos mira al niño pequeño de piel clara que ahora juega con su padre en un rincón. Ríen. No sabremos nunca si de él o con él, pero el caso es que ahora el padre los ha visto y les devuelve la sonrisa, plegando sus carrillos hasta casi cerrar los ojos. De fondo suenan canciones de Alicia Keys que salen de los altavoces de la terraza del Sofía. El hombre de pantalón de pinzas beige sigue el ritmo con el pie derecho. No one, no one, no ooooooone... Por una de las dos entradas, la que da al este, una figura tambaleante aparece. Es un hombre, desaliñado, con pantalones grises roídos por las rodillas, con una camisa de cuadros roja deshilachada por las costuras de las mangas, en especial los codos, y con un chaleco azul claro que ya ha perdido los dos botones centrales. Es casi calvo, tiene barba de muchos días, y la mirada huidiza estalla por momentos en pequeñas brabatas que acaban en un estruendo. La Historia de França es la Historia del horror, gritaba.

El padre y el niño, los tres jóvenes, las dos mujeres y el hombre con pantalones de pinzas se marchan ordenadamente de la plaza por la salida oeste.

Sólo quedamos en la plaza dos.

El hombre de mirada huidiza encuentra mis ojos.

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