Un cuento de una tarde de verano.

Lo llamaremos Alex.



Se había acercado a la lareira que había montado mi cuñado. Puso su cabeza dentro del hueco, y desde las escaleras veía cómo los ladrillos refractarios tapaban sus orejas. Miraba con curiosidad a las pequeñas chispas que brotaban del fuego. La luz anaranjada entraba por el hueco de la lareira y le pintaba la coronilla y los antebrazos y la camiseta de rayas azules y blancas. Mi cuñado chupaba de la pajita hasta hacer gargolear el vaso. Había hecho mojitos con su clásica destreza. De fondo el coche rojo de mi chica rompía la armonía de colores. Llegaron los dos perros de mi hermana. Alex sacó la cabeza y le espetó a César:

-Traeré palitos. El fuego necesita palitos



Recogía palos pequeños y los lanzaba al fuego. Algunos rebotaban. Habíamos pensado que, en una tarde de verano tan cojonuda como estaba quedando, era buena idea hacer unos chorizos criollos a la barbacoa. Mi hermana decidió hacer pasta con boloñesa porque le había dado antojo. Alex imaginaba al fuego como un monstruo benigno al que había que dar de comer palitos de madera, de tallaje preciso, pues pensaba que, César, a modo de censor, no permitiría negligencia alguna con la comida del monstruo. Yo también hice gárgolas como mi vaso, me dediqué a acariciar la cabeza de Blas, uno de los perros, que se me había sentado a los pies.



Alex se sentó en el escalón inferior. Miraba a César y preguntaba por el humo. Llegó Cary. Quiso atravesar el humo para buscar más palitos con que alimentar a la bestia. Dijo:

-Hay que atravesar el humo! Mira cómo lo paso! Cuidado!

Levantó el ánimo, se puso las manos en los ojos, como tapándolos pero queriendo mirar, y corrió.



Corría de un lado para otro. Corría porque había una barrera de humo. Corría porque su mundo era cercenado por una extraña fuerza que impedía darle comida a la bestia de fuego. La bestia de fuego se había convertido en su amiga, en su misión, en su meta.



Acompañado de sus dos nuevos lacallos, cruza el umbral de su propio miedo. La vida de la bestia, de sus podencos, de los palitos, de César, de Cary, de sus padres, hasta de la suya propia, pendía de un hilo. De atravesar la barrera de humo impenetrable. De superar todas aquellas cosas imposibles que te puedas imaginar, que nacen en la cueva de los miedos, esa que está cerca del estómago, y te hace estremecer hasta casi quedarte inmóvil. De saltar un precipio de miles de millones de kilómetros y tener la cara de mirar hacia abajo en el proceso. De levantar un camión con un dedo. De volar a cientos de nudos de velocidad.

Pero un valiente puede tapiar con miles de toneladas de dibujos, cuentos, carreras, aplausos, abrazos, libros y palitos todas las cuevas del miedo que crezcan cerca del estómago.

Alex es un valiente. Por eso corrió una última vez. Esta vez, voló sobre el cemento. Solo.

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