Crónicas que no acaban de salir: Barcelona, París, Bruselas.



Estoy sentado delante del pc que renquea, bebiendo café rancio para aguantar el mono (hoy solo me he tomado tres) y me he puesto The Bends de Radiohead para tratar de recordar las palabras que se han puesto detrás de la punta de mi lengua. Esta mañana me he levantado a las siete y algo como de costumbre, le he hecho el desayuno a mi chica para que se vaya a currar con las pilas cargadas, la he abrazado y besado, le he preguntado qué quería de comer y la he despedido como todas las mañanas. Luego, me he zurrado un cuesco que llevaba cocinando horas. Hice café en litros y me puse a escribir. Pero no salía nada. Así que me mantuve cuerdo y busqué cosas en las que no pensar. Aspiré la casa. Me quedó estupenda. Intenté, sin éxito, tratar de reconstruir mentalmente cómo quería empezar mi crónica sobre París y Bruselas, pero no sacaba gran cosa. Me sentaba otra vez, y escribía varias hojas, pero las borraba porque no me decían nada. Y así toda la mañana. Incluso quise hacer algo de tiempo buscando en la red alguna página de juegos gratuitos, pero a los dos minutos estaba harto. Lo intenté otras tantas veces, y nada. Bloqueado. Blanco como la pared de un hospital. Como la mierda de una gaviota. Suena ahora Fake Plastic Trees. Vamos.

La última vez que consigo recordarme fue en el penúltimo día. Me encontré divagando sobre el quién soy y a dónde voy en una terraza céntrica de Bruselas y comiendo patatas fritas, bajo un cielo gris eternizado por los constantes comentarios de mi colega María Crespo sobre la mala baba que se gastan los bruselianos el resto del año:

-Míralo, el Rober. Ahí, todo digno. En la Place Jourdan, en Bruselas, comiendo patatas fritas del Maison Antoine...

Y al rato empezaron, ella y la otra mosquetera, María Sanz, a descojonarse, mientras yo me hinchaba en la inmensidad de la incertidumbre, rodeado de lumbreras, en aquella terraza en la que sonaban notas de idiomas tan lejanos de mí como lo pudiera ser, no sé, por poner un ejemplo, la doctrina católica. Y ahí estaba yo, con la chaqueta roída hecha ya jirones de tanto usarla y poco cuidarla, camino del Parlamentarium, en donde había una expo cojonuda sobre la Unión Europea, en la que me quedé frito en un sofá de escay que había en la planta baja, mientras el resto de guiris escrutaban los datos de países que desconocían ni tenían intención de. Entre ojiplático y patedefuá estuve los dos días en la ciudad parlamentaria, en la cual cabían historias de todo tipo, por lo indecibles y fantásticas de nuestras mentes y de las gentes que nos cruzábamos. Todavía tengo grabado el careto de aquel yuppi que creímos jovenzuelo mochilero que despertamos de madrugada, después de haber compartido cena con diez mega lumbreras venidos de medio mundo que me dejaron el ego por los suelos.

El anterior momento en el que me recuerdo íntegro fue en el cementerio de Pere Lachaise, cerca de la casa donde vive una de las marías. Me había llevado allí con la esperanza de poder evadirme de mis ideas peregrinas, y poder alcanzar el nirvana guiri. Pero ni ella ni un servidor estamos hechos para tal honor, y acabamos inventándonos historias sobre las vidas de los muertos que teníamos delante. En una de las tumbas, una pareja moría con una diferencia de meses. Primero el hombre, después la mujer, y mi colega supo con ávida calidez humana sentenciar que aquello era cosa del amor. Y asentimos, como dos viejos colegas que se conocen de toda la vida, mirando de frente a las cajas mortuorias de mármol negro. Después me acompañó al metro, y media hora más tarde me reencontraba con otra perra vieja de andanzas y cervezas, Celia, con la que tuve el placer de reírme durante al menos siete horas, cuatro botellas de vino, dos de cerveza, sobre desamores e infortunios.

El día antes, me quedaba absorto con un pequeño letrero que estaba situado encima de un cuadrado de asientos en el metro. Me había fijado en las primeras líneas, y me quedé así varios segundos, hasta que María me dijo:

-Sí, yo también flipé cuando lo vi. ¿Mutilados de guerra? En nuestro país, en caso de haber alguno, acabaría por tener que pedir perdón por querer sentarse.

Y yo continué viendo aquello unas paradas de metro más. Las luces amarillentas rebotaban contra el metálico de las puertas y los márgenes de los ventanales, y daban una tonalidad cálida, pese a la mugre y las caras largas.

Ahora suena High and Dry. Recuerdo que dos días antes quedé sumido en mis pensamientos en un restaurante ofertón que encontró la Crespo en Saint Denis, gracias a su talento para rastrear de un vistazo lugares increíbles tirados de precio. Recuerdo, también, haber sido incapaz de pedir una botella de agua al camarero, y recuerdo haberme zambullido de lleno al foie y a los tortellinis caseros con crema de queso, al ritmo del griterío guiri que nos rodeaba, sentados en aquellas mesas de madera y aquellas butacas de terciopelo, a la luz rojiza puteril que mantenía la atmósfera de estar cenando en lo que pudiera haber sido en otra vida un putiferio de alto copete parisino:

-¿Ves la educación de los camareros de aquí? Saben que somos pobres, y que no tenemos un duro, pero aun así nos rellenan la botella de agua con una sonrisa.

Horas después estábamos los tres brindando nuevamente -como lo haríamos a lo largo de toda mi estancia- por nosotros y lo bien que lo haríamos en el futuro, en un antro de mala muerte en la zona de la Bastilla. Observé en mi interior cuánto odio podía almacenar al ver a tanto soplapollas asqueroso sobando mujeres ajenas, lanzando estúpidos mensajes obscenos y sujetando a las bravas manos que deseaban escapar. Justo en mitad de la calle, un restaurante 'español' se había reconvertido entre la nocturnidad y la alevosía en una disco. En la puerta había una hilera larguísima. Sólo había nabos.

-Un colega me contó el otro día que existe una desproporción entre hombres y mujeres. Es frecuente ver grupitos de tíos que van a cazar, pero en pocos garitos los dejan pasar. Incluso habiendo alguna mujer, si no es mayoría, no dejan entrar.

El concepto biológico-social tradicional del sexo eclosionando consigo mismo en la cúspide de su evolución carnal se mostraba ante mí en un país que pisaba por segunda vez, con una diferencia de, al menos, más de diez años. Paso de Eurodisney y el barco por el Sena a ver fulanos queriendo casarse con chicas que pasaban por allí.

Dos días antes me encuentro en Barcelona con la tercera mosquetera, Gina, y una de las marías, tomando birras en una terraza detrás del mercado de Santa Caterina, hablando de nuestras vidas. Gina nos preguntó que qué tal se llevaba ser un premio nacional. No supe qué responder. Sigo siendo un mierdecilla, al que ahora se le abren algunas puertas que hace unos días estaban cerradas. Nada más.

Ahora regreso a casa. Releo una mierda de pieza turística en la que no cuadra nada -ni siquiera fueron capaces de respetar un topónimo, joder-  y de la que, posiblemente no recibiré un puñetero duro. Doy un último sorbo al café, que ya está algo templado. Observo una pequeña alerta en el feisbu. Es otra felicitación. No sale de mí ni mu. Me levanto y cambio de cd. Ahora es Muse.

Entonces recuerdo los cafés, los ojos claros de la Crespo mostrándome aquellos periódicos de moda del año mil ochocientos y pico en Las Pulgas, de María escapando de Repu, la araña gigante que reinaba el portal de su casa, de las perneras mojadas del pantalón de Celia al meterse en un lavabo público en el canal, del hartón de hamburguesas con Gina y del mensaje que recibí días después avisándome de que había olvidado la cocacola de cereza que compré en un paqui, de los parisinos y sus elegantes modales, de las camisas planchadas, de los tacones para ir a trabajar, del plato enorme de nachos con queso en aquél irlandés, de la tienda Taschen en la que quedé idiotizado con los libros de Salgado y Helmut Newton, de la plaza del Louvre y los power rangers. De la última bagel de pan de queso con ensalada con salsa de mostaza de Dijon del día antes de despedirnos. De Mojón, la paloma que puso pollitos en el piso de María. De las risas constantes viendo historias que otros no verían en su vida. De tener a alguien en la otra punta del mundo al que no he visto en meses, o en años, y que todavía me entiende.

Estoy sentado delante del pc que renquea. Se me ha acabado el café. Esto empieza a ser una crónica de esas que no acaba de salir. Comienza Uprising.

Comentarios

Entradas populares