La flauta mágica. Capítulo I de II


En la puerta que da a la calle unos pequeños pasos tocaron el felpudo. Dieron las 10 de la mañana. Lo supo precisamente porque la señora que limpia las escaleras siempre viene los martes, y justamente a las diez, después de estar dos horas con la escoba y la fregona por los cuatro pisos del edificio y un rato recogiendo la terraza del primero, venía puntualmente a dejarle las colillas en el felpudo de su puerta. Por eso sabía que eran las 10 de la mañana. Por eso sabía que era martes. Porque la puta zorra de la señora venía a dejarle, como todos los putos martes a las 10 de la mañana, las putas colillas que no eran suyas en el felpudo de la entrada de su casa.

Las colillas eran del tercero. El del tercero era de una pareja joven. Lo sabía porque los había visto. Sabía que fumaban porque cada vez que pasaba frente a ellos, apestaban a tabaco. A veces, el olor nauseabundo se impregnaba en las paredes, incluso en las del ascensor, y sabía a qué hora habían salido.

Bajaba a menudo para darse un aire. No hacía otro recorrido que el que le lleva al supermercado que está a tres manzanas.A fin de cuentas, su vida, o aquello que a él le gustaba decir vida, no era más que una consecución de idas y venidas al supermercado, a hacer compras pequeñas, a oler el pasillo del portal por si ha salido el del tercero, y esperar a que los martes a las 10 de la mañana recoja las colillas que la señora que limpia el primero le ha dejado.

El martes siguiente, sin embargo, nadie caminó hasta el felpudo de su entrada. Sorprendido, se levantó del cheslón sobre el que pasaba las horas y los segundos. Abrió la puerta y no había nada. Ni colillas, ni señora que limpia, ni olor a tabaco. Nada. Abrió un poco más la puerta y asomó la cabeza hasta el cuello. Intentó estirarse un poco más hasta casi poder ver el hueco de las escaleras, sin dejar de poner un pie en su casa. Nada. Escuchó pasos lejanos que se acercaban, e instintivamente se encogió sobre sí mismo. De repente se escuchó un clack, y la puerta del piso de abajo se abrió, y los pasos y las palabras se hicieron audibles. Pudo distinguir un hombre de mediana edad, una mujer y un niño pequeño. Subrepticiamente se metió en casa y cerró con llave. Se sorprendió viéndose así, tan tímido, tan... cotilla. Pero no se despegó del frío barniz de la madera de la puerta, y de vez en cuando despegaba el moflete para ver por la mirilla. Esperó unos minutos, pero la conversación se desvaneció, y volvió el clack fuerte, y los pasos que se alejaban hasta quedar en el más profundo silencio.

Llegó el martes siguiente, y a las 10 de la mañana no vino nadie a tocar el felpudo de la puerta de entrada. El reloj dio las 10 y 10. Se levantó del cheslón y abrió la puerta. No había nadie, no había nada. Pasaba de estar sorprendido a encontrarse molesto. Miraba a las paredes color beige como buscando un interlocutor a quien echarle la bronca. Miraba a las escaleras, al pasamanos, a la puerta de enfrente. Miraba como quien busca un culpable. Indignado, se dio la vuelta y regresó. Cerró con llave. Caminó hasta la ventana que tenía enfrente. La abrió. Alguien estaba tocando la flauta.

Tocaba la flauta torpemente. Las notas entrecortadas, sueltas, sin apenas ritmo, le recordaban a sus años jóvenes. A aquellas infumables clases extra de dibujo con aquel profesor que ponía notas disparatadas. A su hermana poniendo discos de vinilo en la cadena Pioner negra. A La Guerra de las Galaxias grabada una y otra vez en aquellas desastrosas VHS a las que había que ponerle un pegote de celo para que siguieran funcionando. A aquellas mañanas con sus colegas Rafa y Pepón jugando a la pelota. Le recordaron, en definitiva, a la dulce infancia que algún día tuvo.

Miró al horizonte y quiso encontrarse en preguntas banales. Bajó la mirada, resignado. No sabía qué hacer.

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