Nota mental.




En la pared frontal del desnivel que da acceso al garaje del bloque de viviendas de la calle Monasterio de Monfero, portal 16, Ferrol, hay un manchurrón de pintura de menos de un palmo de amplio, puesta a modo de golpe, de ese estrellar de las cosas cuando van con fuerza. Ese manchurrón de pintura, esa plasta, fue mi primera macarrada hará más de diez años, tras habernos mudado de la casa que mis padres tenían en Freixeiro. Diez años han pasado después de haberla dejado, justo un día de octubre, tras un concierto coral en Coruña, para comenzar mi vida universitaria. Regreso a las fotografías grabadas en la memoria al poder descender por la rampa, metido en un coche, a través de la ventanilla, y observar aquel pegote una vez más, y escruto en mi mirada dónde quedaron aquellos ojos claros y verdes que lo analizaban todo. Aquel acto pedagógicamente vandálico fue uno de tantos, como aquel en el que hicimos volar una mierda de perro delante de un portal con varios petardos de carga potente, para dejarlo todo con pequeñas gotitas marrones en una fachada que prometía con los años quedar impoluta para el regocijo y disfrute de sus habitantes. Rememoro todas aquellas mañanas de verano en las que jugaba a ser aventurero, a descubrir solares llenos de restos de obra y montar cabañas.
De un tiempo a esta parte, creo que he dejado de soñar.
A veces me sobresalto con mis propios pensamientos al tratar de convencer a los que tengo cerca de que lo que intento hacer en mis planes de futuro es importante para todos, para superar esta mierda de situación, para el mundo. Es curioso que me vea ante el espejo como un niño, ignorante y crédulo, inofensivo y estúpido, solamente cuando no soy capaz de contenerme ante las adversidades para acabar soltando un pequeño suspiro, audible por toda la cámara. Quiero creer que mantengo la cabeza alta por lo bien que lo hago, pero tanto tiempo buscando aquella varita mágica que mi madre prometió que poseía en algún lugar de mi cabeza, acaba agotando la sonrisa de la intimidad para dejar relucir el llanto de los actos públicos.
Nadie dijo que fuese fácil, chaval.
Por cada película, por cada café, por cada libro, por cada anécdota, por cada abrazo, sale un humo negro, que filtramos como los mejillones, para sacarle lo bueno. No hacerlo te convierte en un cínico y en un borracho. Un genio de un libro, un mítico, un grande, un histórico. Un nadie. No quiero buscar espectativas en mi currículum cuando no he rellenado ni tan siquiera el apartado de idiomas, pero a veces confundo la velocidad con el tocino, y pienso que quizá acabe ignorando las señales del buen camino para acabar no durmiendo nunca ante una almohada llena de aplausos y flashes y copitas de cava y golpes en el hombro.
Son esos momentos en los que, al no encontrar respuestas, quieres mandarlo todo a la mierda.
Hasta que te paras en seco y descubres esos pequeños eslabones perdidos de tu cabeza. Esos segundos de aquella película que te hicieron llorar, de aquel libro que te hizo pensar, de aquella conversación que te hizo gritar, de aquel silencio que te hizo soñar al menos un segundo de tu vida. Sólo un segundo más, por pequeño e insulso que sea. Un segundo que te dice quién eres y qué has venido aquí a buscar. Un segundo, tuyo, y de nadie más.
No es a los demás a quien tratar de convencer. Es a ti. Los demás creen y lo seguirán haciendo. Para eso están.
Nadie descubrió quién fue el que lleno un huevo de plástico de pintura acrílica y lo estampó contra el frontal del garaje del bloque de viviendas de la calle Monasterio de Monfero, portal 16, Ferrol. Quizá porque nunca dejé de creer en ello.
Lo que no me mata, me hará más fuerte. Además, cuento con ventaja.
Los niños, infantiles ellos, como lo es uno, cuando no obtienen respuestas, se las inventan.

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