Viaje a USA. El señor de las birras y las cosas de la carne. Segundo día en Savannah.

Chapter 5. El señor de las birras y las cosas de la carne. Segundo día en Savannah. 



Café recién levantado. Bagels recién hechas y doradas. Tortillas de maíz mejicanas, verduras salteadas con tomate y frijoles. Hasta fruta almibarada, brillante, con unos toques de escarcha, para darle frescura, cereales luminosos, leche blanca nucelar -que diría el gran Homer-. Parece un desayuno de campeones.
La cara de mi madre es de medio asco. Hay que matizar que existe una escala de valores en cuanto al gusto -o al desprecio- de los guiris cuando pisamos tierra extraña, muy similar a la escala de la cocción de la carne existente en países expertos en hacerla. Los USA es uno de ellos. Extra rare, rare, medium rare, medium, medium well, y well done, en donde extra rare es cruda y well done es pasada o hecha. Ahora solapen las facciones de aprobación o desagrado a esa escala. Pues bien, nada más meter un trozo de fruta congelada- sí, sí, congelada, porque ni se dignaron a descongelar la fruta- en la boca, mi madre puso un careto de culo extra rare -o well done, para los que les gusta la carne poco hecha, como a mí- que nos avisó a todos de lo poco o nada que tenía que ver con la pinta que mostraba. Aunque las bagels sí estaban mejor que en otros hoteles, y el café es ya un clásico. Varios guiris de tez pálida entran al salón de desayunos. De la tele sale un estruendo. Es una canción sureña, muy redneck, que se titula ' I drive your track', en la que sale un fulano con sombrero de vaquero, sobre un fondo con un granero, con el suelo lleno de paja y el fulano con una pierna apoyada sobre un fardo, y la guitarra apoyada sobre la pierna, y el fulano cantando ouyeah mai beibe porque yo te ailofyu y todas esas mierdas, y luego escenas de un fulano que se acerca sigilosa y silenciosa y discretamente cual comparsa carnavalesca a una chica que, por lo que insinúa el percal, resulta ser su chica, o lo fue y ahora no lo es, por gilipollas, pero más gilipollas será ella si vuelve, que suelen volver, porque en cuestiones de gilipollismo becerril pecamos unos cuantos millones, y entonces aparece otra vez el fulano cantante con sombrero y pierna apoyada en el fardo de paja que parece nunca cambiarla de sitio, con lo que tiene que doler luego, y la chica le hace la cobra al tirafichas, y luego sale un primer plano de la cara, perfectamente maquillada muy casual, y se acuerda del gilipollas del otro, del que cantaba, supongo, y el fulano dice, o al menos entendí yo, que le molaba conducir su camión, porque, a cagarse toca, él iba de pagafantas, y la llevaba a todas partes, pero el amor no era correspondido.
Después de observar atónito el temazo del verano sureño, fui a atacarle a la fruta congelada que esperaba estuviese ya en su punto, pero me quemé las encías, los dientes, la lengua y el paladar, al intentar masticar un trozo de melocotón. Desistí. El desayuno a la mierda, concluyo.


Llegamos a Savannah, al centro histórico, y vamos de paseo. A veces un carruaje tirado por caballos se cruza, pero apenas nos inmutamos. A veces se escucha música de banjo y trompeta salir de locales, y a veces me paro a escuchar. Entramos en alguna tienda, y quiero comprar algo, pero me doy cuenta que no llevo la cartera. Estuvimos dando vueltas unas dos horas, pero yo apenas presté atención a lo que vi, porque estaba absorto en la cuestión carteril. Regresamos al hotel, para ver si la había dejado en alguna parte. La recupero, estaba en el abrigo, que no me llevé por hacer calor. Volvemos al centro. Esta vez sí, me fijo en las calles adoquinadas de color rojo, los edificios de una altura con las ventanas de madera con su alféizar de madera roída y descorchada la pintura, las mosquiteras, los pinos, el trazado cuadrilucado de las calles, los semáforos, las placas de color verde que indican el nombre de las calles por las que pasamos. Broughton, Congress, Oglethorpe, brujuleando hasta dar con el City Market, un pequeño cuadrado, muy sureño y a la vez muy londinense, y quizá también mediterráneo, por qué no, si todo el mundo sabe que fue por esas tierras en donde la gente inventó lo de ver la vida pasar en la calle. Hay dos edificios que se enfrentan, cada uno de dos alturas, y ambos son dos galerías, en donde comerciantes artistas locales venden sus obras. Un letrero dice que el encanto reside precisamente en eso, en contactar directamente con el artista sin mediación de ningún tipo. Mientras miramos en donde comer, uno de los artistas se tambalea, con cerveza en mano, al son de las trompetas que salen de la plaza. En la plaza hay un hombre negro, con muchas rastas, y cosas de colores, y una pequeña maleta apoyada sobre unas patas, y un equipo de música casero. El hombre hace cosas con abalorios para que los guiris se acerquen a él y le pregunten por lo que hacen. La plaza va cogiendo tonos intensos al anochecer, sobre todo cuando no está el cielo nublado, y las luces de los focos se vuelven naranjas, y el cielo azul marino intenso, y restaltan los adoquines rojizos de las calles. Nos vamos a un garito donde hay cervezas de todo el mundo, un enorme local industrial restaurado, de dos pisos que se separan por una escalera que sube por toda la pared. Hay una barra muy larga y detrás unas neveras enormes, y entre ellas una larga línea con tiradores de cerveza a presión. Son unos veinte. Por encima de todas nuestras cabezas, entre nosotros y el piso superior hay una ristra de televisores de plasma, todos ellos con canales en los que dan deportes, lucha libre o noticias. Hay hombres sentados, cada uno en su silla, y todos miran a los televisores. De vez en cuando se dan codazos y gritan y silban por cosas que pasan en los televisores. Me fijo en un barbudo que va con una camiseta negra de un grupo de música, con un chaleco de tela vaquera, y un sombrero de vaquero negro. Es enorme, corpulento, con brazos enormes. Cada brazo equivale a cuatro míos. Al rato mi hermana pide cuatro cervezas de diferentes zonas, todas locales, y mientras bebemos, el gigante cowboy es llevado a las escaleras junto con dos camareras. Mientras, otro de los camareros se pone debajo, justo en frente de nosotros, y le pide al cowboy gigante que saque algo, y entonces el gigante saca una lista enormemente larga, que llega casi hasta nuestros cogotes, y le sacan una foto mientras las camareras se acercan a él e intentan sacar su mejor perfil. Después el fulano de sombrero vaquero de color negro se acerca a un letrero con varios nombres con un número al lado de cada nombre. El barbudo borra el que supuestamente es su número y sobre escribe el 750. Me fijo en el título y pone algo así como 'lista de mejores clientes', y rápidamente relaciono la lista larga, la pizarra y la cerveza que tiene en la mano. Al rato, un chica de pantalones vaqueros apretados que estaba dándole calabazas durante el rato que estuvimos a todos los tíos que intentaban acercarse a ella, da unos pasos hasta donde estamos y nos sobrepasa para dar con el barbudo. Se pone a hablar con él y le pide que si puede tocarle su barba. Ese hombre se ha convertido en el centro de atención por esa noche. Por beberse, desde tiempo ha, unas 750 birras. Y por eso hay que montarla, porque sí, porque eso mola. Y punto.
Tras unas cervezas vagamos por las calles de Savannah, ahora de noche, buscando un lugar para cenar. Nos damos de bruces con un bistró. Decorado con madera y objetos con solera, como el papel de la pared, las mesas de madera, los farolillos con la pantalla de cristal con forma de violetas, los cuadros con réplicas de daguerrotipos, y el suelo de baldosines blancos y negros pegados, y en algunas esquinas, los bancos son butacones forrados con terciopelo verde y remachados con tachuelas y los posabrazos de madera con filigranas y mil historias y formas. Cenamos algo. No sabemos qué. La carta estaba en francés. Ninguno de nosotros tiene ni idea.

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