Cinco horas con Carlos.

(c) Rober Amado
A punto de caerse y empaparse hasta la coronilla, el cámara pone un pie sobre un terruño de hierba todavía seco, equilibra su centro de gravedad mientras agarra con firmeza el equipo. Abre campo y enfoca a dos metros. Su colega habla con frases cortas. Detrás, un hombre cabizbajo, le menta la madre a otro vestido de verde que pasaba por allí. Su mujer esconde la mirada. No ve más que agua. Miles de decalitros enclaustrados que, bajo la masa inerme de toneladas de arena que bloquean el paso natural hacia el mar, invaden cerramientos, casas, familias y perros que chapotean en el jardín. Como una suerte de atrezzo digno de una película apocalíptica, en un travelling que acaba en contrapicado, periodista, familia desconsolada, casa inundada y agente social se entrelazan en la misma escena.

-Pues a mí no me llegó de milagro, porque mi casa queda unos metros por encima. Pero el camino de acceso quedó anegado, y tenemos que dejar los coches en la finca de al lado y saltar el muro.
-¿Y a esta gente, qué les paso?
Toallas, camisetas y calzoncillos se divisan a unos tres metros, en un tendal hecho de varas de metal, que no se mece al viento porque esta mañana no se mueve nada. Tres días lleva la casa que hay delante totalmente inundada. Sólo se escuchan el chapotear de las patas de perros labradores que rodean las recauchutadas botas de un camarógrafo. Carlos, que se ha dado la vuelta para seguirle la pista a la televisión, se enciende un cigarrillo.
-¿Quieres?
-No, gracias. Es muy pronto para fumar –responde el otro.
(c) Rober Amado
-Ya, eso me dice mi mujer, pero con la que nos ha caído, como para dejarlo.
-¿Y a ésta familia, cuándo se les vino encima todo esto?
-En nochebuena. Hubo mucha gente que se quedó en la calle, sin agua caliente ni nada. El agua no paraba de subir, hasta que terminó de joderlo todo. Fuimos al ayuntamiento a pasar la noche.
-Otros subieron para protestar, ¿no?
-Sí, para protestar fueron unos cuantos.
-¿Y os dijeron algo? Poco. Alguno les dijo a estos que si no hacían nada, lo haríamos nosotros.
-¿Y qué respondieron? Que ni se nos pasara por la cabeza, que nos caería un paquete del carajo.
Otro equipo de tres personas que sale de un coche con logotipo de empresa de noticias televisivas que aparca. Diez metros de miradas tensas. Uno de ellos, una vez alcanza a un grupo de cinco personas, saca una libreta y un micro, que llevaba en una mochila negra, y pregunta por el responsable. Un hombre, de estatura media, moreno, da un paso al frente. Hablan. Se acerca el compañero del periodista, y saca un móvil y comienza a llamar. No ha escuchado una sola línea de la historia, y ya se está llevando el dedo índice al oído que le queda libre. Un tercero escucha la conversación que mantienen:
-¿Cómo le llamáis a los micros?
-Pues micros, no tienen otro nombre.
-¡No, hombre, no! Que tiene otro nombre, algo así como… ¿berenjena?
-¡Ah! Ya sé a lo que se refiere, a la alcachofa.
-Sí, joder, eso mismo. Sí que sois bien raros los de la prensa.
-Ya ve, si yo le contara.
Carlos se lleva el pitillo a la boca, y deja que el humo le tape los ojos. Frunce el ceño cuando me mira. No parece fiarse demasiado de la prensa.
-¿Y ésos desde hace cuánto que llegaron?
-Esta mañana, temprano. Fernando los llamó. Estaban muy hartos de que no hicieran nada, así les dio un toque.
(c) Rober Amado
Las siluetas de cuatro pares de botas de caucho serpentean por las pocas zonas secas que quedan de las proximidades inundadas del lago de A Frouxeira. Afincan los pies para poder así grabar mejor. Los planos son todos sobre las casas, los bancos del paseo aislados por el agua, las farolas formando filas tubos azules que se reflejan sobre el espejo que forma el lago. Ninguna persona, ni un solo primer plano. Varias decenas de curiosos permanecen a distancia, apoyados sobre vallas amarillas puestas ahí por algún organismo de seguridad. Un vehículo todoterreno de color verde botella atraviesa el tumulto de personas. En la puerta se lee el logo de la Xunta. Una equis azul celeste, que simboliza el azul de las aguas del Río Miño cruzando Galicia de noreste a suroeste. Sale un hombre, del mismo color que el vehículo. ¡Y parece un Guardia Viril!, grita alguien del fondo. Lo ha oído. Hace como que la cosa no va con él. Fernando, el hombre que hablaba con el periodista, le grita algo. Mutis por el foro. Saca una cámara fotográfica pequeña, compacta, de color gris plateado. Saca unas fotos a la laguna. Saca unas fotos del desaparecido paseo marítimo. A unos cincuenta metros, divisa una papelera, en medio de un océano. Se sobresalta. Los perros se han puesto a ladrar, han visto pájaros y corren tras ellos. ¿No va a detener a los perros? ¿No dicen que los patos no se pueden tocar? Fernando blasfema entre dientes. Se muerde la lengua. El resto ríen, sin ganas.
-Son la hostia. Esta gente son la hostia.
-¿Qué pasa, Carlos?
-¿Te das cuenta? Si no viene la prensa, aquí no ha pasado nada. Llevamos días pidiendo una solución, y se les ocurre venir ahora. Estuvimos en el ayuntamiento días enteros y nada. Ni se dignaron en darnos información. Lo único que decían era que no se podía tocar y punto. Y todos los años la misma historia.
-¿Ni siquiera el alcalde?
-¿Ése? Ése aquí sólo da tabaco.
Uno de los allí reunidos se agarra una de las botas, pitillo en boca, y se la quita. Quería vaciarla de agua. Estaba empapada. Un camarógrafo se da cuenta y corre a su lado. El de la bota se da cuenta, la agarra y la llena de agua de nuevo, para volver a vaciarla, esta vez sí, en primer plano. ¿Te vale? Sí, gracias. Le da una calada, al tiempo que se aleja del plano. Aunque quisiera, no entraría en él. La cámara está ahora centrada en el horizonte. Sólo se ven dunas de arena fina, provocadas por el temporal de hace un par de semanas. El 17 de diciembre, fue el día que el paso natural de desagüe se cerró. No paró de llover en todo ese tiempo. Hoy, en cambio, hace un día espectacular.
-Sí, ¿verdad? Hacía tiempo que no veíamos el sol. Menos mal. De seguir así, la mierda nos habría llegado al cuello.
-Pero, ¿tan mal está la cosa? 
-¿Mal? No, mal no está, está peor.
Explica que ha subido tanto el nivel, que la capa freática no drena, de forma que las aguas fecales y los pasos de desagüe o bloquean o revientan las alcantarillas. No podemos tirar de la cadena. Llevo una semana yendo a casa de mi madre para ir a cagar. Si a los de arriba les pasase lo mismo, no íbamos a estar tanto tiempo así. Una pancarta cuelga de una valla de seguridad. Algo sobre cuidar a los patos y no hacer lo mismo con las personas.
-¿Carlos, eso de los patos de qué va?
-Pues que dicen los de la Xunta que no pueden abrir la laguna para vaciarla, que está protegida, que si no los animales pueden sufrir. Ya ves, de estrés van a morir ahora.
La laguna, un humedal protegido por su importancia ecológica, sobre todo para las poblaciones de aves migratorias, ya sufrió sus vaivenes administrativos, cuando hace cuatro años se les ocurrió drenar la artificialmente, y casi se queda seca.
-Pero si eso lo hacían antes todos los años.
-¿Quiénes?
-Pues la gente de aquí. Con palas, hacían un pequeño paso y se aliviaba.
En ésa ocasión, no obstante, se les fue de las manos. Tal era la fuerza del agua que abrió el canal más de la cuenta. Varias especies de aves y peces se vieron afectadas. Organizaciones ecologistas pidieron su protección. Europa la concedió. Ahora, los afectados no son los patos, son personas.
Han pasado ya unas cuantas horas, varios medios de prensa y un paquete de cigarrillos y Carlos, Fernando y otros cuatro están ahora en el bar El Lago, que hay a escasos cincuenta metros. Las personas se agolpan a la entrada. Se acerca la hora de comer, y la curiosidad ha matado, a estas alturas, a muchos gatos.
-¿Hoy te estás forrando, no?
-Pues sí, estoy haciendo la caja de todo el año -responde el camarero.
(c) Rober Amado
Una señora con abrigo de pieles se acerca a escuchar. Observa la cámara de fotos y luego me observa. Se acerca. Pregunta que si es periodista. Afirmo. Cuenta su vida de joven por las playas de Valdoviño, de sus novios y sus desencuentros. Pregunto sobre la respuesta de la administración pública ante casos así.
-Pues es que yo, la verdad, ya no vivo aquí. Yo soy más de Pantín.
Entonces busco la mirada de Carlos. La mujer del abrigo de visón sigue contando sus peripecias personales con la política local. Carlos fija su mirada en el vaso de cerveza y arquea las cejas. Yo hago lo mismo.



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