Mi pequeño cuento de Navidad.

Quizás sea esa sensación conmovedora la que me atrapa cuando lo hago. Quizás fuese aquél mismo instante en el que comprendí cuán adictivo resulta el apretar un simple botón. Y es que no lo hice a propósito. Lo juro. Coincidieron la teoría del Caos y la alineación de los planetas. Y yo qué sé. Sólo sé que, cuando se abría el diafragma, bastó una sexuagésima parte de segundo para grabar, en una película foto sensible, cómo una mujer con abrigo rojo era despedida varios metros por el golpe frontal contra el morro de un coche.



La película de 120 milímetros se carga como se comen los croasanes de un domingo por la mañana. Limita el tiempo y el espacio de uno mismo, de forma lineal, en una suerte de cadena trófica alimentada con las visiones del ayer. De ahí que crea que, en el fondo, todos los soportes cilíndricos del carrete vayan al cielo.

Jean-Jacques De la Roux tiene un problema. Acaba de recibir un mensaje en el que su novia lo deja. No dice nada más. Su sargento primera se acerca y le pregunta que qué tal. No responde. No le da tiempo a aceptarlo. Responde que bien, que sin problemas. Pues agarra el equipo que nos vamos: hoy nos toca saltar.

Es curioso estar aquí sentado. En el suelo. Mirando de frente a mi biblioteca. Sí, mi biblioteca. Pocas personas pueden decirlo. Me pasé siete años comprando libros en tiendas de antiguo, de segunda mano, tiendas de gran formato, especializadas y, en ocasiones, en grandes almacenes. Siempre me gustó rebuscar entre los estantes y encontrarme algo. Y ahora, ahí están, apartados de mi vida por miles de kilómetros. Cuando vuelvo, lo primero que hago es venir a verlos. Paso los dedos por los lomos y recuerdo. Algunos me dicen cosas de cuando los compré. Otros de las manos por las que pasaron. A veces, alguno se calla, y me sorprendo. Entonces me alejo unos pasos. Me siento. Entonces hablan. Y yo recuerdo.

Una mujer agarra el móvil con la mano derecha de su bolsillo derecho de un abrigo tan grande que bien podría cubrir un estadio de baloncesto. Es una mujer mayor, con el pelo arreglado de una peluquería cercana, que pasea por el Passeig de Gracia, una avenida de grandes tiendas de lujo por la que pasan miles de turistas al día a hacer vida de turistas. Se lleva el aparato a la oreja izquierda. No oye nada. Lo mira de frente y, ceñudamente, aprieta un botón. Lo vuelve a llevar a la oreja izquierda. Segundos después, se para. Sus ojos se inflan, sus párpados caen, las venas se colorean de rojo intenso. Ha comenzado a llorar.

Pasa que, cuando uno lleva tiempo fuera de su casa se convierte en un apátrida. Síndrome del migrante número tres. Nos encontramos en un espacio vacío, en el que no pertenecemos ni al lugar de destino, ni al de origen. Y pasa porque nadie realmente nos echa de menos. Quiero decir. No se trata de un desapego emocional grande, porque inconscientemente nunca nos hemos ido. La vida continua sin nosotros, y cuando volvemos -pese a esa excepcionalidad que le damos nosotros, los de fuera- todo sigue igual, y todo sigue distinto. Nadie parece inmutarse ante un cambio de consideraciones dramáticas (en un sentido aumentativo) como lo es el encontrarte a alguien del que no sabes en años, con el que no has hablado en muchos meses, del que, probablemente, conozcas menos de lo que lo conociste antes. Sus vidas siguen. La tuya no. Tú has hecho un paréntesis en la tuya para acercarte a otras. De lo contrario, te habrías quedado en casa.

Madeleine es una chica de veintipocos años, pizpireta y resultona, que va a todas partes con su abrigo rojo tipo Cocó Chanel, abotonado por el pecho, y un pequeño gorro con pompones. Hasta hace poco apenas había cambios en su vida como para escribir sobre ella. Casada, con estudios, con un buen trabajo, sin apenas sobresaltos, charlas con amigas, fiestas, abrazos bajo la manta viendo una peli los fines de semanas gélidos, sin hijos. Nada raro. Nada que pueda sucumbir a la extraña faceta del ser humano en complicarse la vida cuando, sin motivo aparente, quieras tirarlo todo al garete por culpa del macarra del barman que conociste ayer.

Mamá, soy yo. Vuelvo a casa en navidad. Sí, ya lo sé. Me lo dijiste cien veces. Pero la quería. No se merecía nada de esto. Vuelvo para despedirme de ella. Te llamo en cuanto baje del avión. Un beso.

[...]y ahora hablamos con uno de los testigos que han visto el trágico suceso... (movimiento de cámara a primer plano del entrevistado) dinos, ¿qué sucedió? ¿cómo es que lo viste en primera persona? Pues nada, estaba caminando hacia la casa de mi colega Rafa, que me iba a devolver unos libros, y me paré a verla y a sacarle una foto, cuando de pronto saltó por los aires... ¿Quieres decir que le sacaste una foto a la víctima momentos antes del suceso? Sí, bueno, no. No lo sé. Estaba mirando para ella. Después todo pasó muy deprisa. Fueron segundos. O menos. Yo me quedé petrificado. No supe reaccionar. Sólo le di al pasador de la cámara, y me quedé inmóvil, mirando el charco de sangre...

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