Historias de vida.

Fue peor la posguerra que la guerra misma. Más cruel. Yo estaba en Cartagena, cuando los bombardeos de la ciudad, y corríamos a los refugios con tanto ahínco que la gente, a veces, moría aplastada por las prisas y los tropiezos. Mi abuela murió aplasatada, abierta en canal, que la piel y los huesos y los músculos y tendones se le habían quedado pegados al suelo. Mi padre trabajaba a destajo en una fábrica, y llevaba siempre consigo las cartillas de racionamiento para canjearlas por comida y volver a casa con todo al finalizar la jornada. Teníamos amigos, claro, pero eran otros tiempos. La necesidad volvía a las personas buenas del revés, y las malas se convertían en paternalistas. En una ocasión, estando en la cola de racionamiento, me encontré de frente a una tropa de requetés, esos hijos de puta, y se fijaron en mí, porque era muy guapa y muy chula, y porque, además, llevaba un colgante de mi madre, muy bonito, con la virgen en el centro, y uno de ellos me gritó algo, diciéndome que no eran momentos para arreglárse como una furcia, y de un tirón me lo arrancó del cuello. No le ocurría lo mismo a los hombres, que por cuestiones moralistas, padecían de otras enfermedades. Mi padre era regio y duro, y muy honesto. No rababa ni engañaba a nadie, y cumplía siempre lo que prometía. De hecho, algunos amigos y familiares nos ayudaban cuando la guerra, y de vez en cuando me iba a Murcia a pasar un tiempo con algún familiar. Pero en una ocasión, un amigo de mi padre, que era ex guardia civil, y trabajaba haciendo escobas de paja, se lo encontró en Cartagena y comenzaron a hablar. Aquel hombre no era trigo limpio. Recuerdo que él también tenía las cartillas de su familia, que las utilizaba para trabajar en Murcia y volver con algo de dinero, pero no volvía con nada. Y en cuanto se topó con mi padre, le pidió que le diese el saco. Mi padre llevaba siempre en un saco todas las cosas que obtenía de la cartilla, y luego se la echaba al hombro hasta llegar a casa. Mi padre lo miró fijamente y le dijo que no, que aquello le pertenecía. El hombre era cojo, supongo que de su anterior trabajo, y tenía una mirada tosca y águeda. El muy cabrón se le quedó mirando a mi padre, y le advirtió que lo mejor era que le diese el saco, a lo que mi padre le respondió que aquello era la comida de sus hijos y que de allí tendría que sacárselo a la fuerza. El hombre amenazó con confiscarle el saco. Mi padre le espetó secamente que el saco no se lo quitaría nadie. Se volvió sobre sí y siguió caminando. A unos cuantos metros sintió la voz seca de los comisarios, que le ordenaron pararse. Habló con ellos con mucha cautela y educación, a lo que obtuvo la orden que ya se imaginaba: el saco quedaba confiscado. Mi padre reiteró que el saco no se movía, y que si el saco quedaba confiscado, él se iría también. Los agentes le acompañaron a la comisaría, y le presentaron frente a un alto cargo, el jefe al mando de todo aquello. El jefe les pidió explicaciones a sus hombres, a lo que ellos comentaron que el hombre que tenía delante se negaba a entregar un objeto a requisar. El jefe de los agente escrutí fijamente la mirada de mi padre y le preguntó por qué, y mi padre respondió: camarada, en este saco llevo la comida de mi mujer y mis hijos. Aquí tengo las cartillas de racionamiento correspondientes a lo que llevo. Revíselo el tiempo que quiera, y si considera que cargo con más pertenencias de las correspondientes, haga lo que tenga que hacer, pero el saco es mío, y sólo me lo quitaran a la fuerza.
El Jefe comisario no hizo mueca alguna. No se inmutó. Revisó las facciones del hombre que tenía enfrente una y otra vez, y acto seguido el contestó: buen hombre, llévese usted su saco tranquilamente. No le molestaremos más. Mis hombres le acompañarán a la salida. Se dió la vuelta, agarró con fuerza el petate y se marchó. Un metro o dos antes de salir por la puerta, el jefe comisario obligó a mi padre a detenerse. Con voz seca le ofreció un salvoconducto, que portaba en sus manos, diciéndole: camarada, aquí tiene este pase. Le llevará a los barcos que salen de Cartagena por si la cosa se pone fea, para usted y toda su familia. Además esto le servirá para mostrarlo cada vez que algún comisario intente requisarle algo. Tómelo. Que tenga buena salud y buena suerte.
Mi padre se fue de la comisaria, y en la esquina siguiente estaba el hombre cojo. Sabía que había sido él el delator. Lo miró fijamente, y el hombre le soltó a mi padre que, cuando cambiasen las cosas, él sería el primero. Y así fue. Tres días después de finalizar la guerra, mi padre fue llevado a la cárcel.
Estuvo diecisiete meses y siete días. Era un día extraño, yo era pequeña, y mi madre tenía a mi hermana pequeña apoyada sobre su regazo, y éstas sobre la pollata de la ventana que daba a la calle. Yo tenía mucha hambre, y se lo dije a mi madre. Ella me replicó que no teníamos nada que llevarnos a la boca, que buscase garrobas en el campo. Eran unas plantas finas que tenían un sabor dulce si las dejabas secar un poco. En esto apareció un hombre que le susurró a mi madre que se tranquilizase, que lo que le iba a decir era muy importante. Mi padre acababa de salir de la cárcel y llegaría en breves a la casa. Y mi padre llegó, y nos abrazamos todos, y lloramos mucho mientras nos dábamos abrazos y besos. Entonces, de la gente que salió a la calle a ver qué pasaba, llegaron cestas con comida, y bolsas con ropa nueva. Y también llegó el antiguo jefe de mi padre, y le dio un adelanto de dinero para que se pusiese al día, que cuando estuviese recuperado, volvería a trabajar.
Mi padre murío tiempo después de tuberculosis. La cogió en la cárcel, como tantos otros. Pero él sí que murió de forma injusta, porque lo encarcelaron por poseer un salvoconducto. Por eso soy roja. Y lo soy por el momento que me tocó vivir. No entiendo de política, no sé casi ni leer ni escribir, pero es lo que hay. Es lo que siento.


Historia contada por la señora Aquilina Ruiz, de 88 años de edad.

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