La señora Guadalupe.

A Ra. Que no desfallezca. Que es pronto para rendirse. Que merece la pena.


Se llamaba Guadalupe. Rozaba los sesenta y muchos. Sus arrugas en los pómulos, la frente y los ojos dejaban entrever una vida cargada de responsabilidades y días que remataban mucho después de ponerse el sol. Echaba de menos el calor de su tierra. Era mejicana, pero ya hace algunos años que vive aquí. Ya saben, crisis, paro. Todo eso deriva el algo que los fanáticos y los imbéciles olvidan cuando sueltan sus arengas llenas de moralina barata. Como me susurraba cuando me sentaba a su lado, que todas las guerras empiezan cuando se acaba el pan. Por eso se vino aquí, todavía cargando con sus sesenta y tantos. Mucho antes que yo, que sólo llevo cuatro, por culpa de un máster que no va a servir de nada.

Cuando alquilé el piso, bajaba todas las mañanas a darme un garbeo por los aledaños y, allí, en la esquina contigua a mi calle, estaba ella sentada, con su cajita repleta de chucherías y caramelos. Quizá fue una mala tirada de Dios, que jugando a los dados le salió un seis doble, y desde el primer día sentí que aquella mujer tenía algo más que ofrecer que unos simples tentempiés dulces. Antes de torcer la esquina, hasta dar con la panadería, me paré a preguntarle el valor de unas gominolas con forma de corazón que saben a melocotón. Y antes de saber lo que había preguntado, entre cortesías y palabras melosas muy cuidadas, confirmó mis iniciales sospechas.

Pasaron los meses sin faltar casi nunca a la cita obligada matinal. Al principio por amor propio, por teorías falsamente infundadas a mí mismo, que me obligaban a acercarme a aquella pobre mujer que estaba sola. Con el paso del tiempo aprendí que era yo el que estaba solo, y que la señora Guadalupe, que así se llamaba, arrancaba lo mejor de mí y me enseñaba que, en la sencillez está la importancia de todas las cosas. Y así fue, que cuando no podía ofrecer intercambio alguno, me quedaba conversando unas pocas líneas. Al comienzo, un tanto superficiales. Con los años, verdaderas revelaciones.

Todo en ella parecía sacado de un cuento. Bajita y acurrucada en sus propios hombros, llevaba siempre un paño en la cabeza, atado en el cuello, a veces de colores vivos, otras con estampados florales, y vestida como podía, con lo que tenía, que no era mucho; desde vestidos informales de un solo color, hasta mandilones a cuadros que se atan al pecho, como cuando nuestro uniforme de guardería, y en los meses que hacía frío se abrigaba con un polar prestado, o una sudadera. Se acompañaba de su cajita y una pequeña bolsa plástica donde guardaba, con sumo cuidado, los excedentes -siempre intentaba mantener la cajita llena- un paraguas y algunos bultos que nunca llegó a contarme.

Como sacados de un cuento de Saint-Exupéry, también eran nuestras largas parrafadas que, sin previo aviso, podían llegar a alcanzar un par de horas. En esas palabras mesuradas, llenas de educación y formalismos mesurados, encontré claves y acertijos que sólo dan la experiencia, la paciencia y la buena fe. La señora Guadalupe era muy afable y risueña, y siempre mostraba su mejor sonrisa ante todo. Sonriendo me contó lo de la crisis de su país y de cómo logró venirse acá. También me describió con pelos y señales cómo vivía allí y, al poco de tener un poquito de confianza, me relató cómo vivía aquí. Llegados a este punto sabía que, aunque no gustaba de mentir, a veces sentía que ella me disfrazaba las palabras. Al comprender esto, centré mis esfuerzos en conocerla, en conocer su país natal, sus vivencias, su familia, sus gustos, sus amigos...

Así conocí a la señora Guadalupe. Conocí México en todo su esplendor. Ella vivía en un poblado de la zona pobre de México D.F. y recorría muchos kilómetos en bus hasta dar con una calle, en la zona rica de la ciudad, donde todos los días se sentaba en un soportal y esperaba, con su cajita y su bolsita, a que los viandantes le compraran la mercancía. Me decía que, bueno, allí tenía más ropa, y que no era una cajita de cartón como aquí, sino un pequeño recipiente de plástico más duro y resistente, y que su bolista de plástico era una bolsa de nylon, que le habían regalado sus hijos, de esas que hay para ir a la playa, mucho mejor que lo que tiene ahora. Llegado a este punto de la conversación, la señora Guadalupe recuerda, entre la gente que le compraba sus dulces, una chica que, al igual que yo, todas las mañanas se acercaba a ella y se paraba a charlar unos minutos. Era, como yo, española, y aunque parecía entrever un interés puramente turístico, con el paso del tiempo aprendió que no, que la muchacha era sincera y que sus palabras no eran más que salidas de la sinceridad y la amabilidad. La conoció el último año que estuvo en su país. Después vino la fatalidad y la desesperación. Quizás por ello la recuerda.

Hace semanas que la señora Guadalupe no está sentadita en su sitio, con su cajita repleta de chucherías y caramelos, arropada con sus vestidos y sus pañuelos, y su bolsita del Caprabo y su paraguas, del que nunca se separaba. Echo de menos su canoso pelo, y sus gafas color plata, y sus arrugas en los pómulos y en la comisura de los labios, y esa voz melosa que engatusaba y te envolvía. Supongo que, por la suerte de Dios jugando a los dados, le haya salido un uno doble, y la señora Guadalupe ya no esté entre nosotros. Ignoro si esto es así, y siendo consciente de la mierda de mundo en el que vivimos, descarto las posibilidades divinas porque, es más probable que su corazón se haya agotado de tanto ofrecer a los demás sin guardarse nada a cambio. Pero, por una vez en la vida, creeré que estará de vuelta en su casa, sentada en el soportal de siempre, esperando impávida a que la joven extranjera se acerque, como otro día cualquiera, a decirle los buenos días y a sentarse con ella, a hablar de la vida, con su viejo recipiente de plástico y su bolsa de nylon. Que yo bien sé que no hay nada más gratificante para ella, que alguien a quien poderle contar las cosas.

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