Cuando los grumos gruman.

Anduve unos cuantos metros, a la par de cientos de plazas de aparcamiento que me flanqueaban como queriéndome atropellar esperando al renuncio, a la flaqueza del pez chico; bordeé unas cuantas señales de tráfico que no me gustaban, giré a la izquierda, y allí, en medio de una explanada de unos tres o cuatro ferrados, en lo que llaman plaza de Galicia, dos mil millones de grumos jugando a la pelota como descerebrados, se descerrajaban pelotazos a bocajarro, gritando y dando aspavientos, ajenos al mundo y a los padres que, con la mueca de impaciencia, les esperaban en los bancos colindantes.
Para quien no lo sepa, un grumo en la jerga casera es un niño. Cosas de mi hermana mayor. Será mejor no darle más vueltas. Por lo tanto, una "grumada" sería una muchedumbre de grumos enfervorecidos y aullantes haciendo exactamente lo que se espera de ellos. Aunque, sí, ya sé, los tiempos cambian y ahora no son niños sino más bien estúpidas bolas de sebo inconscientes de cuanto les rodea. Gracias a la vida fácil de sus padres y de la mal llamada sociedad que les acunó, con sus falsas comidas, su falta de comprensión y falta de apego y cariño, y las soluciones de vía rápida -véase videojuegos, por ejemplo- la infancia del ahora pierde todo su significado socializador y, en consecuencia, la pérdida de significados, de límites y de valores. Ya no se inventan palabras nuevas, ni juegos nuevos. Ya no se corre desesperado, ni se grita desesperado, ni se llora desesperado. Se le inculca una falsa sensación de seguridad; seguridad porque está lejos, está en la tele, y todo parece de mentirijilla. Por eso es fácil apretar el botón y ver saltar los sesos de tu enemigo. Porque no duele.
Por eso me gusta ver muchedumbres de grumos en acción. No todo está perdido. Cuando me quedé un rato a verlos darse de hostias observé que el dolor existe, y que las peleas se acaban cuando el otro empieza a sangrar y todos se quedan callados, asustados, y al final todo queda en un susto y el que tiene la nariz hinchada con un pegote de algodón pegado se vuelve el interesante y el centro de atención. Recuerdo que una niña se acercó a una máquina de gominolas, de esas que giras una rueda y te caen las chuches, y como estaba emperrada metió la mano en el agujero y se quedó atrapada. Y oyes, mano de santo, la niña no volvió a pedir nada más hasta que supiese que estaba a su alcance. De la misma manera, otros dos estaban montados en sus respectivos triciclos de plástico barato, y como verdaderos kamikazes se enfrentaron hasta darse en el morro. ¡Catacroc! Ese clásico sonido de hueso contra hueso en seco que estremece. ¿Y os creéis que se quejaron? Empezaron a llorar cuando los padres se acercaron asustados mirándoles con los ojos abiertos como platos y gritando como padres.
Me quedé atónito observándolos, al menos durante una media hora. Me cagaba en la leche al ver tanta chusma sobreprotectora, cuando no protectora, porque no buscan comprensión ni cariño, sino evitar manchar la ropa y evitar costes mayores. Pero nuestra naturaleza juguetona es innata. Ese recorrido gatuno en el que sólo apareces delante de los ojos de tu padre para que te de el bocadillo y te marches cagando virutas a seguir dándole patadas al caucho y a tus colegas, es el mejor indicador de ello. Al rato, cansado de estarme quieto, me fui con lo puesto. Di tres pasos y una pelota muy pequeña de goma pasó delante de mis pies. La agarré con la mano y escruté por mis aledaños buscando al responsable del mal cálculo. Había entre varios -que se estaban dando de leches con la pelota, en plan balón prisionero- a uno que me levantó la mano y gritó, con todo el aire de sus pulmones si podría, por favor, devolvérsela. Lo hice, sin decir ni mu. Sin siquiera darle un poco de parábola, de efecto, de algo que le pudiese quitar el mal rollo que llevaba encima, por lo avergonzado que estaba. Pero no hice nada.
Cuando en realidad ardía en deseos de lanzarla de una patada, gritar cuatro burradas y unirme con ellos para echar una buena pachanga. Hasta acabar sangrando por las rodillas. Como tiene que ser...

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