Otro martes cualquiera a las cuatro de la madrugada.

Recibían el aviso hace menos de diez minutos y ya habían alcanzado el portalón del edificio. La entrada aparecía tras los vehículos de la nacional que flanqueaban toda la manzana. Llegaron sin reparo alguno, ya que era de madrugada, un martes, y era raro que en un día así hubiese mucho tráfico. Al atravesar el cordón policial un guarda les indicó dónde podían dejar la furgoneta.

Está en el tercero, le dijo el guardia muy secamente. Sus palabras sonaron como a ritual de todas las noches. Está allí Fulano, agárralo, súbelo a la furgoneta y sácalo de aquí, parecía decirse a sí mismo, como un autómata. Esa noche no estaba para sorpresas, ni para disgustos. Tenía un mal día de trabajo no remunerado. Estaba hasta los ovarios de tanto mamón suelto rompecorazones del culo. Sí, ya nos suena la película de tantas veces que la hemos visto, pero una ruptura emocional pocas veces acaba de manera diferente.

Subía las escaleras acompañando a los otros dos. Su jefe de equipo y el camillero. El nombre de dichos cargos no es más importante por mucho que queramos interpretarlo de otra manera: los tres son veteranos en la materia y el reparto de responsabilidades recae en el azar que proporciona, por ejemplo, una moneda o un dado. A ella le tocó llevar el botiquín. Las gasas, las vías, tijeras, papeles, sueros y algún que otro desinfectante. No es la primera vez que se queda casi sin fungibles, pero no le había dado tiempo a cogerlos del almacén y esto la ponía nerviosa. ¿Por qué? Porque podría necesitarlos.

Llevaban dos pisos subiendo escaleras cuando recordó las palabras de los guardas que vigilaban el entresuelo. Esta tía está mal, pero de loquero, había musitado uno de los dos. Al parecer había sido la madre quien pidió ayuda. Su hija estaba mala y quería que fuese alguien de inmediato. Nada más. Nadie informa de nada hasta que suena la campana y todo el mundo se lleva las manos a la cabeza.

Habría imaginado que, tirada en la cama del cuerpo de guardia nocturna, pensando en sus cosas y en cómo vengarse del hijoputa que la había dejado unas horas antes, recibiría una llamada de teléfono tan normal como tantas otras que la obligaría a ir a un lugar para hacer algo normal y volver a la rutina de cualquier martes a las cuatro de la madrugada. Esto pensaba ella mientras escuchaba a su jefe de equipo pulsar el timbre del piso y unos pasos que correteaban casi compulsivamente por entre la madera roñosa y chirriante de aquel edificio tan antiguo. Una señora mayor que se identificó como la responsable de la llamada telefónica aparecía como un fantasma, con la cara mustia y pálida, y nos invitaba apuradamente a entrar. Quería que ayudásemos a su hija.

Pero ya era tarde.

Antes de que preguntase cuál era el problema sonó un disparo. Al segundo, un cuerpo que caía desplomado como un saco de cemento. La señora responsable de la llamada telefónica soltó un grito ahogado, imperceptible, mientras la comisura de los labios se le tensaba hasta agarrotarse. Avanzaron un par de metros hasta asomar la cabeza por el marco de la puerta en donde debía estar la persona que había provocado toda esta historia.

En la cabeza había dos orificios, uno de entrada y otro de salida. El de entrada se situaba a dos centímetros escasos de la oreja, en plena sien, mientras que el otro avanzaba unos cuatro o cinco centímetros más hacia arriba, en pleno occipital. Murió en el acto. Había, en la mesita de noche, toda la documentación puesta meticulosamente por la suicida, puesta allí para que pareciese algo común, algo normal. Y así volver a la rutina de cualquier martes a las cuatro de la madrugada.

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