Un día un colega te suelta que no. Capítulo 1 (sí, otro más).

Un día un colega te suelta que no, que eso de cuando te dicen que si tocas fondo, lo único que queda es subir hacia arriba es una ilusión más que nos hacemos para tranquilizarnos y renovar fuerzas para volver a la misma historia de siempre. El mundo que nos rodea lo creamos nosotros a nuestro antojo, dependiendo de cuánto de mentirosos tengamos. Que no te engañen con falsos ánimos, siempre se puede ir a peor. Siempre se puede caer todavía más bajo. Eso lo sé por experiencia propia.
Yo nací en el ochenta y cinco. Soy de esa generación que iba a caballo de procesos inacabados, incompletos, por los que había que pasar y adaptarse sin tener muy claro a qué había que adaptarse. Era como, sin tener ni puñetera idea de leer, te pusieran delante una obra jodida, una del Henry Miller, o de Saramago, o alguno de ésos. A pesar de la inexperiencia, al poco de salir a la calle observabas que todo funcionaba, aparentemente, por normas o reglas que estaba claro que desconocías. Porque cuando eres pequeño todo, absolutamente todo, tiene una lógica: una causa y una consecuencia. Es lo que hay. Y dependiendo de cómo te expliquen las cosas o, mejor dicho, cómo te corten las alas, te vas por unas ramas o por otras.
Tuve la suerte o la desgracia de nacer en el seno de una familia en la que nunca me faltó de nada. Y no lo digo sólo en el sentido material -que también- sino, además, en el plano mental... psíquico... lo que sea. Me refiero a esas cosas que se educan con la palabra, esas cosas que no tienen que ver con la pasta. Pues eso también lo tuve bien cubierto. Austeridad, honor, disciplina, empatía, solidaridad, responsabilidad... ¿Te imaginas? De coña. La cosa era para descojonarse vivo y romperse el tórax. Aunque en su día el tema no hacía tanta gracia, y mucho menos cuando la persona que te lo decía era tu padre o tu madre. Era diferente porque esas características sí iban con ellos. La responsabilidad para con sus hijos era la gasolina vital que movía sus motores. Yo intentaba imitarlos porque comprendí que seguir ése camino, junto con una serie de máximas que me iban proporcionando a cada paso hacia adelante que daba, me parecía bueno para mí y para los demás. Claro está, para entonces ya era tarde. Empiezas con esa historia de la rebeldía barata y te escudas en ella hasta que el tren se queda sin frenos y la hostia es inminente e inevitable. No obstante la mayoría de las ocasiones no pasa de ser un leve retraso, un cambio de carril, una avería pequeña en algún recóndito paraje de un alma almidonada y recubierta de algodones. Porque, seamos sinceros, la mayoría de nosotros vive como en un baile de fin de curso, rodeados de lucecitas y piruletas con sabor a fresa. En mi caso fue distinto. Fue algo así como un descarrilamiento con víctimas mortales. Siniestro total. Un hostión de cuidado.
Si eres medianamente espabilado las cosas que pasan a tu alrededor empiezan a sonarte a algo; tienes esa vaga sensación de que todo se repite, como una secuencia matemática, como si, dando por hecho que el orden de los factores no altera el producto, todo se vuelve simple, sencillo, fácil, que cae de cajón. Pero, a pesar de ese cosquilleo que te entra cuando sientes que hay gato encerrado, todo parece desaparecer por momentos y, teniendo en cuenta la poca iniciativa y la pereza que te entra, pasas de todo olímpicamente. Sí, sí, pasas abiertamente. A ti lo que te interesa no es luchar contra ese mundo cabrón que nos quiere comer. Lo que te interesa de verdad es luchar cuando a ti te de la gana, cuando crees que no hay riesgos que no se ven, cuando no corres peligro y, sobre todas esas cosas, cuando alguien te ve y te aplaude tu hazaña. Puedes, incluso, hacer de esto tu moto personal, esa que posteriormente venderás a la chica cachonda para tirártela, o al colega tontolnabo que es guapo y tiene labia y cuartos pero sigue siendo hueco y lo aprecian por ello. A fin de cuentas, todo el mundo sabe que la mayoría de las chicas de instituto se pirran por el cachondo del curso. Pero sienten curiosidad por ese amigo filósofo que no está tan mal. Y al final, entre tardes de refresco adulterados, miradas de interés y alguna noche de pupilas dilatadas y bocas que se acercan demasiado para no besarse y no decir nada, tanto el colega guaperas como el que parece que piensa acaban rodeados de sus iguales.
Es curioso ver a esos pequeños energúmenos, como yo lo fui, envueltos por una capa espesa hecha con alelados, de chabales que parecen querer aprender de alguien que da el pego y hace que piensa, imita que actúa, se asegura de correr sus riesgos. Y digo esto porque hay ocasiones en que se cometen pequeños fallos, incongruencias triviales, metirijillas piadosas, que parecen no tener fondo, ni argumento, ni interés por nada ni dirección que seguir. Puedes, incluso, cometer cagadas gramaticales, inconexiones verbales, inventar palabras. Parece inofensivo, y en cierto modo lo es. Pero la fama y la gloria están a un paso. Se te va la olla, y das ese paso equivocado, y empiezas a teorizar sin tener ni puta idea de nada. No importa ya lo que cuentes, con tal de que la batallita parezca mística y etérea. Al fin y al cabo a los demás les va a parecer acojonante el escuchar a alguien que habla sobre cosas que nunca han escuchado en toda tu puñetera vida. Y lo peor es que notas cómo acercan sus orejas, cómo te escuchan. Con eso ya tienes parte de la paja mental hecha, y con ello justificas todo lo demás. Crees que les salvarás del fuego eterno, de su aburrida vida. Después de todo, no hay norma más importante en esos momentos que la realidad que aporta la ficción, es decir, que todo anormal sabe o tiene la certeza de que en todo momento, esté delante un profesor, o un amigo, o quien sea, ella vendrá y se pondrá a tus pies, en plan peli porno, y te rogará que te aproveches de ella. Y así con todo, en serio. Si por desearlo, harías que todos se pusiesen a tus pies y te alabasen por listo y lo majo que eres.
Pero la mentira y la pasividad pasan factura, y más aún cuando la utilizas y todo sale a pedir de boca. Entonces todo se vuelve complejo de cojones. Empiezas a llevar las del pulpo porque mantenerse siempre a cubierto puede dejar algunos flancos al desnudo. Además, mintiendo eternamente no ha sobrevivido ni cristo, y cuando parece que la cosa ha enfriado, tu piel se resquebraja, las heridas te duelen de verdad, las palabras adquieren un significado mucho más intenso y la vergüenza te impide mirarte al espejo cada mañana. Lo dicho, nadie nunca te ha dicho a qué debes adaptarte. Y no es a qué, sino a quién. Y es a ti, desde luego. Es por eso que, cuando te das cuenta de lo que de verdad importa, ya es demasiado tarde. Es por eso que todavía se puede caer aún más bajo.

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