Batallitas de niños que quieren crecer.

A estas alturas de la vida me he dado cuenta de la importancia que tienen los libros en mi vida. Ya me lo contó en su día el colega Danis: "deberías escribir un libro sobre una historia de un chico en base a lo que ha vivido con los libros". Y cada vez que puedo le echo el guante a algún lomo, cambiándolo por comida -yo y mi política de austeridad burguesa- y me paro a pensar en si voy a ser yo otro alelado de esos que contaba Emilio Ferreiro en su conocido poemario. Esa clase de bobo que todo lo aprende de los libros. Además, ya me entra la paranoia que mi hermana mayor me contaba días atrás sobre las coincidencias, y ahora que he reconocido mi título de As de tréboles, como hombre con suerte que soy, no será que efectivamente pertenezco a esa clase de panolis que, no dando un palo al agua, se han reído del mundo, campando a sus anchas sin miedo ni razón que lo sustente porque su valor no es más que un simple fajo de billetes. Un último capítulo en mi vida establece que hasta las torres más firmes se apoyan sobre cimientos inestables. Que ya lo sé, que últimamente nadie sabe de mi existencia, pero qué queréis que os diga. Ahora mismo tengo cosas mucho más importantes a las que atender. A las que tender mi mano y mis esfuerzos. Cómo se traga uno las palabras cuando se da cuenta que tiene la suerte en una mano y en la otra una pistola apuntando a la sien de la dama de la fortuna. Si bajo el arma seguro que la suerte se va, desde luego. Si lo preocupante no es eso; es que toda tu puñetera vida te has creído que no existía tal arma, que lo tuyo era "natural". Por eso vuelvo sobre mis pasos. Ojeo libros, notas, cuadernos, fotos y dibujos. Haré como el del libro de ayer "Todo lo que necesito saber lo aprendí en el parvulario", de Robert Fulghum.
Hablando de éstos y otros temas, los tres de siempre -que gracias a mi tontería mental a veces son dos- llegamos a la conclusión que parte de nuestro punto de vista particular está formado por esa cantidad inconmensurable de batallitas que todos tenemos el gusto de recordar cuando nos sentimos extrañamente viejos. Y en ellas se teje una serie de puntos de unión, de máximos y mínimos en funciones que, cada vez más, se van convirtiendo en exponenciales. Apenas nos da tiempo a reflexionar, los que creemos que eso es bueno, pero la mayoría ni se paran. Ni se lo piensan dos veces. Ahora, ver a dos niños pequeños dándose unas bofetadas no es lo mismo. Ya no hace gracia ver el ensañamiento, la ira o el miedo reflejados en caras insensibles e inertes. Antes, recuerdo, yo me daba de hostias con el que ahora es un colega -Dani Puentes, desde aquí te saludo-, mientras el resto de niños ricos nos vitoreaba y nos aplaudía. La profesora no tardaba en llegar, nos agarraba de las orejas y nos ponía contra la pared hasta que no alcanzásemos un acuerdo tácito y lícito sobre nuestra supuesta amistad. Claro está, siempre acabamos dándonos de la mano. Hasta que un día empezamos, después de acabar las clases, a darnos con las chaquetas del chándal que usábamos cuando había gimnasia. Y qué paso, pues que él me alcanzó con la cremallera y me abrió una brecha del quince en el parietal derecho. Empecé a sangrar como un cerdo y nos asustamos. Le gritaba, entre sollozos, que se marchase, que él no tenía la culpa, que como lo pillasen -los profesores le tenían un poco en el punto de mira de cualquier trastada que se cometiese- le iban a dar las del pulpo. Perplejo, mirándome la mano empapada de aquel extraño color rojizo, observé cómo mi colega corría como alma en pena. Al rato salió una profesora, alarmada por mi llanto. Me preguntó que qué había pasado, que cómo me lo había hecho. Yo, evidentemente, conté lo que sucedió: que había tropezado con una piedra, que me había caído al suelo y de lo demás ya no me acuerdo.
Sin embargo, el que sangra ya no es que no auyente, que "gane", que salga airoso. No, ahora es el que pierde, y el adversario se convierte en enemigo, y por tanto, hay que machacarlo, que sufra, que muera. Que se joda. Adelanto unos años más. Me veo sentado en un bordillo. A mi lado, un árbol majestuoso me guarda las espaldas. Hay mucha gente delante de mí, están jugando a la pelota. Al otro lado, apoyados sobre una barandilla hay chicos tonteando con chicas, y chicas rifándose a chicos. Gente que yo acabaría llamando tiempo después "amigos de carpeta". Ya sabéis, esas superficiales relaciones en las que uno firma su amistad en una carpeta con frases estúpidas y redundantes. El que tiene un amigo, tiene un tesoro es la menos pastelosa y, quizá, la más decete de todas ellas. Luego llegarán las de Fulanita y Citranito nunca nos separaremos y Mengano y Zutano forever. Como broche colofón están las pintadas en edificios públicos que ponen dos nombres y una fecha, diferenciándose dichas pailanadas según el color y lo grande que es el corazón de los cojones. Al rato aparece una amiga y arreglamos nuestras diferencias a base de falsas risotadas e inocentes insultos. Parece que nos gustamos, pero en el fondo sabemos que nuestro único propósito es cambiar al prójimo a nuestro antojo. Mi penúltimo recuerdo de instituto. El día que dejé de escuchar a los demás, porque entendí que no podía seguir creyendo que yo los salvaría a todos. Porque yo era rebelde, porque molaba un mazo, porque así me llevé a la chica, porque así creía tener justificados todos mos odios y mis miedos a aquella panda de subnormales que todavía me taladran la conciencia con la historia de "es que no nos haces caso, tío". ¿Acaso vosotros me hacéis caso a mí?
Y vuelo hasta darme con una pared blanca, fría, baja en calorías. Los tabiques de la facultad supuestamente más caótica de la ciudad rezuman conductismo políticamente correcto de mírame y no me toques. La élite universitaria, ni es élite ni universitaria. Pensamos que salimos de nuestras casas en un acto de emancipación puro y no somos capaces de mandar al carallo a nuestros padres y buscarnos un curro y una cama caliente. Todo es demasiado frágil como para mirar para él, pero aún más miedo nos entra en las carnes el pensar que no estará mamá mañana para limpiarnos el ojete con papel de seda. Sinceramente, y lo digo diciéndolo primero por mí, me hace muchísima gracia idolatrar a alguien que parece que piensa, como si fuese un mesías, con tanta palabrería y tanta retórica de los cojones, que si escribes de puta nai, que si eres la hostia, que buf, qué mala leche tienes, que si dices lo que te da la gana y haces lo que te da la gana... Y para asombro del público, mis papás me siguen pasando la mensualidad por debajo de la puerta.

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